El prólogo del grueso volumen pertenece al novelista Juan Marsé, uno de los más lúcidos críticos de la posguerra civil española.
Merece ser transcripto en su totalidad...
PARACUELLOS. AVENTURAS y TESTIMONIO
Si el talento de un dibujante de historietas nada convencionales, es decir, un narrador gráfico que se propone ofrecer, además de entretenimiento, testimonio de sus propias vivencias, acotando el espacio privado de una etapa crucial en la historia social y política de este país, y si ese talento se manifiesta no sólo en la solvencia narrativa y técnica, en el vigor de trazo y en la sugestión del encuadre -sin renunciar, por supuesto, a suscitar emociones y sentimientos en el lector-, sino también y sobre todo en el dominio de algo tan sutil e inasible como el paso del tiempo y la corrupción de los sueños, el soplo de vida que transita invisible de una viñeta a otra, no cabe duda que la obra de Carlos Giménez sobre los niños internados en los llamados Hogares de Auxilio Social durante los años más represivos del régimen franquista es de una genialidad artística y documental extraordinaria.
Hoy en día, que tanto énfasis y tanta bilis ponen los nostálgicos de la dictadura en su negativa a la recuperación de la memoria histórica, una memoria que fue sojuzgada, amordazada, expoliada, falseada y humillada a lo largo de casi cuarenta años, convendría recordar la labor de los que se adelantaron en el testimonio y la denuncia de esa interminable ignominia. Convocando la risa y la sonrisa, la compasión y la indignación, liberando una dolorosa experiencia personal de vejaciones y agravios y alcanzando objetivos que van más allá de los meramente artísticos, de indiscutible originalidad y valía, la serie PARACUELLOS es un claro ejemplo de ese necesario y liberador testimonio. Los seis episodios que componen la magnífica serie son la memoria viva y herida de su autor, el retrato fiel y la crónica implacable de unos hechos oprobiosos, y estos niños que compartieron con él un largo infortunio de castigos, hambruna, frío y soledades, hace ya tiempo que han pasado a formar parte de una insobornable memoria popular que no admite componendas.
Conozco bien esas miradas sombrías y aterradas, esos gritos y esas sonrisas maliciosas, tristes o resignadas que nos dedican los chavales de PARACUELLOS. Conozco al niño que se come la pasta de dientes o la goma de borrar, al que muerde a un perro, al que recibe bofetadas dobles, con las dos manos al mismo tiempo. Ocurren cosas tan grotescas que dan ganas de reír, si no fuera porque todavía duelen. En los miserables años cuarenta de la postguerra, otros muchachos como ellos fueron mis ocasionales compañeros de aventuras en los aledaños del Guinardó y en las laderas de la Montaña Pelada y del Monte Carmelo, y su recuerdo permanece vivo en el manoseado álbum de mi infancia y en las páginas más desoladoras y violentas de alguna de mis novelas. Chavales de cabeza rapada, de cara famélica y ojos furiosos, de manos tiñosas y rodillas despellejadas, chamegos la mayoría, pandillas de niños sin escuela que deambulaban por el barrio buscándose la vida y cuyo destino acababa siendo inexorablemente el Asilo Durán o los Hogares Infantiles del Auxilio Social. Hacíamos intercambio de tebeos, sobados almanaques de El Hombre Enmascarado, Jorge y Fernando y su Patrulla del Marfil, Juan Centella, Flash Gordon, Roberto Alcázar y Pedrín, El Solitario de la Pradera, Merlín el Mago Moderno, Rib Kirby, Hipo, Monito y Fifí. Aventuras que poco tenían que ver; por supuesto, con las pesadillas infantiles de Carlos Giménez y sus compañeros de infortunio, con su poética y con su humor. Sin embargo, ahora que lo pienso, algunas de aquellas historietas, por ejemplo las de «Flechas y Pelayos», con su pretendido y repugnante adoctrinamiento del nacionalcatolicismo, ya contenían de algún modo el germen falangista de las pesadillas vividas por los niños de PARACUELLOS... En las demás historietas que leíamos por aquellos años, los villanos eran personajes fabulosos que transitaban fabulosos territorios de ficción, pero en estas historietas de Carlos Giménez los villanos habitan una sórdida realidad, son los malos que hemos conocido y tratado y actúan en una escenografía reconocible, tejiendo una funesta telaraña en la que muchos niños se vieron atrapados.
Asomándose en la esquina de alguna antigua viñeta, el Hombre Enmascarado todavía a veces me está mirando, pero aquellos entrañables monigotes y sus aventuras exóticas ya sólo viven en los rincones más melancólicos de la inocencia perdida. Los chavales de PARACUELLOS, en cambio, me miran desde una aventura testimonial, verídica, insoslayable. Si es verdad, como dicen, que todo niño inocente está condenado a ser culpable, porque no se puede ser adulto sin asumir alguna forma de culpabilidad, no es menos cierto que esos niños evocados por el lápiz de Carlos Giménez ya estaban previamente condenados por el resultado de una guerra civil y por los sangrientos Años Triunfales del bando vencedor: la España de los puños y las pistolas y del Paco Rana bajo palio, los había sentenciado.
Pero el trasfondo histórico, con ser esencial y determinante, no lo explica todo. Hay en todas y cada una de estas historietas, por mucha que sea la desolación y la tristeza que encierran, una imaginación poderosa, chispazos de humor y remansos de luz poética, fugaces y sutiles arrebatos de lirismo y explosiones de ternura que se manifiesta pese a la sordidez y la desolación del entorno. Pienso en esas dos golondrinas volando libres en un espacio limpio, colándose discretas, raudas y solidarias entre las imágenes dedicadas a dos hermanos desvalidos que se lamentan de su suerte y sueñan, bajos los árboles, con la libertad futura y un destino más digno. Muchas escenas se fijan en la retina de forma imperecedera. El momento más esperado y deseado por los niños se da el primer y el tercer domingo de cada mes, de cuatro a seis de la tarde, cuando la verja del siniestro Hogar se abre y familiares cargados con paquetes hacen su entrada casi a la carrera. A los chavales les han puesto una cazadora para mejorar su aspecto y causar buena impresión a las visitas, para que en la foto salgan pulcros y presentables y se note menos lo flacos que están y el maltrato y las calamidades que sufren. Así, engalanados con la cazadora, ese maltrato que reciben, esa humillante y miserable situación que viven dentro de los muros del Hogar; no deja de ser un reflejo de la misma situación fraudulenta, represiva y carcelaria que se vive fuera de los muros. A través de su experiencia personal, Giménez nos dice que esos niños son víctimas de la misma falacia que está viviendo el país entero durante esos años. Los más afortunados reciben de algún familiar algunos embutidos, un bote de leche condensada o unos tebeos, y dedican la tarde a comer y a mirarse comer; desperdigados por los rincones de su encierro.
Realmente, no hay mucho que decirse. Con sus humillantes cortes de pelo o con la cabeza pelona, con sus orejas hastiadas y llenas de sabañones, con el miedo en el cuerpo y el susto en la cara, los internos no abruman a sus mayores con quejas, sino que instintivamente se dejan ir por la senda más sabia: comer con endiablada fruición todo lo que les llevan y aprovechar al máximo hasta el último segundo. Alrededor de las familias rotas vemos zascandilear a los niños que no tienen a nadie, los que saben que nadie vendrá a verles ni a traerles nada, aunque también ellos lucen la engañosa cazadora de los días de visita. Son los pedigüeños haciendo la ronda, las manos en los bolsillos del pantalón corto, la expresión de cachorro abandonado. Si alguna madre o abuela les mira, entonces sonríen lastimeros y resignados, con una mezcla de astucia sentimental y pena verdadera, a ver si cae algo.
El resto del tiempo, el llamado Hogar de Auxilio Social es un mundo cerrado a cal y canto, implacable, tenebroso y cruel, en el que los hijos de los vencidos luchan por sobrevivir. Las visitas se han marchado y todos los chavales devuelven las cazadoras y empiezan los extraños negocios de la miseria, el desasosiego y la envidia, la apatía y el fatalismo. El hambre o la sed y el instinto de supervivencia les lleva a ser pendencieros, crueles y vengativos. Aquí, la memoria viva y doliente del narrador-dibujante no hace concesiones, y al abordar el juego entre víctima y verdugo y establecer la ambigua relación entre inocencia y crueldad que la represión y el vil adoctrinamiento a los chicos ha propiciado, su testimonio es realmente patético: Si me das un higo te dejo que me hosties en la cara, o te doy un caramelo si te bebes un tintero lleno de tinta, o si me das dos me bebo el tintero con una tiza espachurrada dentro, o si me dejas el tebeo seré tu esclavo durante una semana. Es un eco de la otra crueldad, la de los mayores que rigen sus vidas.Y es que también dentro de los muros de un miserable Hogar falangista los niños aprenden lecciones prácticas para la vida que les espera en el exterior; y se procuran herramientas más útiles que rezar el rosario a todas horas o hacer instrucción.
Los tebeos son el sueño y la esperanza de aventuras. Entre los reclusos del Hogar Batalla del Jarama, del Hogar de Bibona o del Hogar García Morato quien tiene un tebeo tiene, en cierto modo, el poder. La historieta de Peribáñez -el único niño con permiso de la profesora para leer novelas titulada El Vengador en su primera entrega e incluida en el volumen 6, no sólo es divertida y conmovedora por sí misma, sino que además es un espléndido homenaje a los tebeos, a su estructura, a su temática, a su intención y a su función, un homenaje a esa infancia con la imaginación siempre bajo sospecha, permanentemente vigilada y anhelante de héroes justicieros y vengadores, de aventuras y de fantasía. La vivencia de Peribáñez y su querida pluma Parker robada se me antoja un homenaje de amor y gratitud por parte de su autor, Carlos Giménez, hacia los tebeos de la época por todo lo que significaron para los niños de entonces que, además de disfrutar de la épica, el encanto y el coraje de los héroes, aprendíamos también algunas normas básicas o reglas de conducta, un poco de geografía y algo de historia, destellos de cultura general, en fin, algo que iba más allá de la estrecha y deprimente realidad que nos ofrecía el miserable nacionalcatolicismo auspiciado por la Dictadura y la Iglesia. No tengo reparos en confesar una vez más que, por debajo o en el origen de eso que hemos dado en llamar vocación literaria, más que erudición y sesudas teorías sobre el arte de novelar, en lo que a mí respecta, lo que hay es muchos tebeos y mucha literatura de quiosco, mucho parar la oreja a aventis y chismes de familia, mucho cine en sesiones de programa doble y mucho Julio Verne y R. L. Stevenson.
Para entrar en el Hogar de Paracuellos o en cualquier otro, y también para salir, uno no puede evitar toparse, en su verja o sus muros, con la araña negra del yugo y las flechas -pesadilla recurrente en mi propia infancia, sin querer ofender a las pobres arañas de verdad- y el cartel que anuncia Auxilio Social, FET y de las JONS o bien Prohibido el paso a toda persona ajena a la obra. El emblema es suficiente para helarte el corazón: un nervudo brazo armado con una flecha falangista matando el dragón del hambre -mentira, no era el hambre lo que perseguía y mataba la Falange-, según la sarcástica interpretación de los propios niños, hambrientos como dragones. Niños famélicos, violentos, asustados y obligados a desplegar la imaginación en dos direcciones opuestas, de un lado la expectativa fraudulenta y grotesca de ganar el cielo y la gloria de las pupurrutas imperiales, y del otro la expectativa adolescente de aprender a vivir siquiera en tan precarias condiciones, sujetos a su propio código moral de uso interno y clandestino que no excluye la extorsión ni la venganza, pero tampoco el compañerismo, la solidaridad, el humor y la ternura. Uno se topa con esa verja yesos muros al inicio de cada aventura, al principio y al final de cada episodio, y uno no puede dejar de considerar la terrible realidad de esta escenografía. El puño armado o la araña incluso están ahí a modo de paso del tiempo, anunciando la triste noche que sucede al día o un Hogar relevando a otro. La enorme variedad de formas y afectos de percepción que maneja Giménez, el despliegue de recursos, la gestualidad y los matices que distinguen a unos personajes de otros -la mirada de los chavales sobre todo, esos ojos capaces de expresar tanta tristeza, o alegría, o terror- confluyen todos a un mismo fin y abundan los hallazgos de orden primordialmente gráfico, llenos de intención artística y de significado. A vista de pájaro, desde el ojito de plomo de las golondrinas que pasan por el cielo, lo que hormiguea allá abajo es una especie de campo de concentración, y así parece denunciarlo la viñeta que abre o cierra de algunas historias. Vistos desde cierta altura, desde ese ideal de libertad alada volando emparejada hacia otros horizontes, los cuerpecillos enclenques y enfermizos de los niños que se mueven allá abajo, en pequeños grupos o deambulando solitarios y pesarosos por el patio, sugieren pájaros que han sido abatidos, alas rotas que anhelan un cielo abierto y libertad para volar. De mi lejana experiencia como infante lector de tebeos, el recuerdo más persistente es cierta indefinible felicidad ante los estímulos que recibía mi imaginación. Antes de aprender a leer textos, el niño aprende a leer imágenes, buscando, no sin esfuerzo, establecer con el autor una complicidad de naturaleza expresionista, estrictamente gráfica, por lo que siempre he pensado que un buen narrador visual ha de saber establecer esa complicidad, pidiéndole al lector -sea niño o adulto- un pequeño esfuerzo imaginativo, haciéndole partícipe, por así decirlo, de su creatividad.
El niño Carlos, que apenas recibe visitas y debe «negociar» para hacerse con un tebeo, dice en determinado momento: Yo, de mayor; quiero ser dibujante de tebeos. Y aquí está PARACUELLOS, donde aquel niño dibuja su infancia a través de sus recuerdos y cicatrices, recreando de forma veraz y emotiva la atmósfera, la vestimenta, la tristeza, el peinado, la tenebrosa atmósfera del encierro y la crueldad y las corruptelas que propició un sistema carcelario que, como he dicho antes, venía a ser un reflejo del régimen político y confesional que por aquellos años sojuzgaba y humillaba al país entero. En este sentido, la obra de Carlos Giménez es particularmente memorable, tanto por su realismo como por su fantasía, aunque juraría que de esto último hay poco. No concibo el talento artístico, por más que se decante hacia la realidad, sin cierta dosis de fantasía o de imaginación, aunque personalmente he estado siempre muy poco interesado en distinguir entre realismo y fantasía, sobre todo en la literatura de ficción; pero el instinto visual me dice que en estas estupendas y reveladoras historietas, el talento de Giménez como dibujante se manifiesta en la intención testimonial por encima de cualquier otra consideración. Por supuesto hay fantasía e imaginación, pero ambas están al servicio de la crónica, del documento que, además de entretener y conmover, ha de constituir un testimonio más, una pieza más en ese gran tapiz que la memoria colectiva está viendo de recuperar, pese a quien pese, para un mejor entendimiento en esta España de secular desmemoria. JUAN MARSÉ - Diciembre 2006