Los amigos, conocedores de mi afición por las revistas antiguas, y víctimas de mi insistencia respecto a que estén alertas a lo que puedan toparse por allí, me acercan todo tipo de material. La mayoría de las veces lo acepto por cortesía, dado que a pesar de mis obsesivas instrucciones, terminan trayéndome cualquier cosa vieja.
Cuando vi el ejemplar de “Selecciones” del año ’45 que me había mandado el maestro de pintura de mi mujer creí que se trataba de ese tipo de situaciones. Pero hojeándolo me di cuenta que el sabio Carlos Pacheco lo había elegido especialmente.
Supongo que muchos ignoran que es “Selecciones del Reader’s Digest” y que previo a todo debo aclarar que se trata de una revista-libro, aparecida en 1922, en venta exclusiva por suscripción, y que posiblemente haya terminado siendo la publicación más leída en todo el mundo. Como su nombre lo indica ofrece resúmenes de artículos o de libros. Para mi generación, esa metodología y el criterio de recopilación, implicaban descrédito desde el vamos. Hoy día, con el nivel cultural que tenemos, “Selecciones” merecería ser revalorizada.
El caso es que este ejemplar del año ’45, que me acercó el maestro Pacheco, trae un artículo sobre historieta extractado de “Esquire”.
Nuevamente reseño: “Esquire” era una revista estadounidense de publicación mensual, fundada en 1933. Comenzó dirigiéndose al público masculino. Se caracterizaba por poseer un estilo sofisticado y contener dibujos de chicas ligeras de ropa. O sea, una especie de antecesora de "Play-Boy". Tal como ésta última, sus notas solían abordar temas no demasiado frecuentados.
Supongo que el caso que nos ocupa es un ejemplo, ya que en aquella época no creo que se hablara mucho de historieta en publicaciones “serias”, a pesar de la enorme popularidad del género. Faltaba mucho para que los semiólogos empezaran a ocuparse de él y para que a algunos se les ocurriera -a partir de ello- que merecía ser categorizada como “arte”.
Venzo la tentación de explayarme en las reflexiones que me ha provocado esta nota. Prefiero que cada uno saque sus propias conclusiones.
Es extensa, pero merece ser analizada con detenimiento y desprejuiciándose respecto a la inocencia de la prosa “de color”, que predominaba en el periodismo de la época (...el actual es peor), con sus exageraciones e inexactitudes.
Aporta, entre otros datos invalorables, la mirada social sobre la historieta cuando tenía menos de la mitad de la edad que ahora tiene. No obstante ello, ya habían aparecido varias obras maestras del género, insuperables aún hoy día. Pero lejos de considerar a la historieta “arte”, más bien se la subestimaba, y sólo se la veía como una gran industria que abastecía a un público con perfil infantiloide.
En los sesenta y tres años que han pasado de este artículo, no se han registrado demasiados cambios, aparte del intento de subirla de categoría.
O sea que, para mí -y pido disculpas- sigue teniendo actualidad.
(Condensado de «Esquire») Por Fred Rodell
Cómo y por qué las «tiras cómicas -que ya no lo son- producen fortunas y ejercen en el público marcada influencia.
ANTES las publicaban nada más que los domingos -para los niños, que las aguardaban con impaciencia; y también para las personas mayores, que «tenían que leérselas a los niños». En la actualidad las publican todos los días. El nombre de «cómicos» o «tiras cómicas», no corresponde ya a lo que realmente son muchas de ellas. Esas historietas en dibujos se han convertido en algo muy serio.
De cada cinco personas que compran un periódico, cuatro son lectores entusiastas de la página cómica, y no se avergüenzan de serio. Los grandes sindicatos encargados de la difusión de éste y otro material de prensa, aseguran que después de las noticias de primera plana, son las famosas «tiras» lo que hace que se venda el diario. No menos del sesenta por ciento de las entradas de la vasta red de empresas periodísticas de Hearst proviene, según parece, de las tiras cómicas del King Features Syndicate. La NEA gasta en las suyas una suma igual a la que invierte en todos sus otros servicios de prensa juntos.
La influencia que las tiras cómicas ejercen en el público es grande. Baste recordar algunos hechos recientes que así lo demuestran. En 1939, cuando Pancho Tronera -primer personaje de una de estas tiras que lució el uniforme del ejército norteamericano- salió en los diarios con ese atavío, el presidente Roosevelt llamó a la Casa Blanca al dibujante Ham Fisher y le expresó su agradecimiento por haber contribuido de esa manera al buen éxito del servicio militar obligatorio. El discursito que Felipe Corkin -trasunto festivo de un personaje de la vida real, el coronel Philip Cochran- soltó un domingo en la tira cómica Terry y los piratas, dio tema para varios editoriales, y hasta mereció los honores de la reimpresión en los anales del congreso norteamericano. La tesorería de los Estados Unidos alistó a los muñecos de las tiras en la campaña para la colocación de los empréstitos de guerra. También han sido esos muñecos colaboradores eficaces en otras campañas: las de la Cruz Roja, las de la USO -asociación destinada a proporcionar sano esparcimiento, aconsejar y auxiliar a marinos y soldados-: la campaña para reunir hierro viejo y otros metales de desecho, y varias más.
La influencia de este género de periodismo se manifiesta de modo tan vario como curioso. Veamos algunos ejemplos.
A Pepita le debe el consumidor norteamericano esos monumentales emparedados, de no muy estable equilibrio, por cierto, que llaman de Lorenzo. La tira Educando a papá dio origen a los restaurantes de Dinty Moore, cuya especialidad es la cecina con repollo. Uno de los muñecos de las tiras de Popeye -conocido también por Espinaca- ha dado su nombre a muchos de esos puestos en los que venden, por módico precio, las albóndigas llamadas «hamburger». El habla popular de los Estados Unidos ha aumentado su caudal, gracias a las tiras cómicas, con multitud de términos y locuciones muy expresivos. Las historietas en dibujos en las que cabe la parte principal al bello sexo, tales como La Familia Tinajón -que fue la primera de este género-, la de Winnie Winkle, la de Cuquita la Mecanógrafa, la de Dixie Dugan, y varias más, han contribuido a la difusión de las modas, al llevar a los más apartados villorrios la noticia de lo último que se estila.
A las beldades futuristas de Roldán el Temerario les son deudores de su popularidad los abreviados trajes de tomar baños de sol, los peinados en que va el cabello tirante y recogido hacia arriba, los zapatos de plataforma y otras novedades no menos interesantes.
Es de notar que no siempre ha sido benéfica, o por lo menos, inofensiva, esa influencia de las tiras cómicas, por lo que hace a la gente menuda. Por querer imitar a Popeye, abriendo, como él, una lata de espinacas a dentelladas, un chiquillo se desgarró la boca, en la que hubo que cogerIe dieciséis puntos. Otro, que pretendía emular con los vuelos del Superman, cayó de cabeza desde una altura de diez metros. De éstos y parecidos casos, y de algunos de delincuencia de menores, achacables tal vez al influjo de las tiras de «crimen, brujería y espanto», han tomado pie algunas personas excesivamente serias y asustadizas para decir que las historietas en dibujos son un peligro para la niñez. A tales opiniones alarmistas se opone, sin embargo, la de los entendidos en psicología infantil. Según ellos, las tiras cómicas son «un derivativo para la imaginación del niño normal, que halla en ellas un modo de satisfacer su sed de aventuras y su deseo de escapar del mundo de los adultos».
Las personas mayores, no menos que los niños, son propensas a tomar en serio las fantasías de la página cómica. Cuando Pepita iba a ser madre, el dibujante Chic Young abrió un concurso para premiar con cincuenta dólares a quien propusiese el nombre que mejor conviniese a la criatura. Hubo 400.000 aspirantes a premio, de los cuales salió vencedor el que había dado el nombre de Cookie. Pero lo mejor del caso fue que buen número de los que tomaron parte en el concurso no se contentaron con proponer un nombre: ¡lo acompañaron de prolijas indicaciones acerca del cuidado de los recién nacidos!
La noticia de que a Dick Tracy lo habían herido, bastó para que le dirigieran al imaginario personaje innumerables cartas, felicitándolo por haber escapado con vida. En una de ellas llegaba el firmante a ofrecer la sangre que se necesitara para una transfusión. Igualmente notable fue lo ocurrido hace algunos años, cuando Ana la Huerfanita perdió el perro compañero de sus aventuras. El dibujante Harold Gray recibió un telegrama que decía así: «Por favor haga lo posible por ayudar a Ana a encontrar a Sandy. A todos nos interesa ». Lo firmaba Henry Ford.
Es rarísimo que a los personajes de las tiras cómicas les llegue la última hora. En las contadas ocasiones en que así sucede, la impresión que su muerte causa en el público es tan viva en quienes la sienten, como interesante para quien la observa.
Cuando a Milton Caniff se le ocurrió mandar al otro mundo a Eva Sherman, bella heroína de Terry y los Piratas, fueron tantas las personas que llamaban a la redacción de los diarios, que el teléfono quedó ocupado horas enteras. Muchos lectores mandaron coronas, como si en efecto se tratase de un entierro. En Chicago, cuatrocientos cincuenta estudiantes de la universidad de Loyola, reunidos a la hora del alba, guardaron un minuto de silencio, vueltos de cara al oriente, en señal de duelo.
Tanto, y aún más, que el número de los aficionados a las tiras cómicas, es de notarse la calidad de muchos de ellos.
Wendell Willkie, candidato en las penúltimas elecciones presidenciales norteamericanas y figura sobresaliente en la política de los Estados Unidos, las leía diariamente. Oliver W. Holmes, magistrado de la corte suprema de Wáshington, tenía en tan buen concepto esas historietas, que no vacilaba en calificar de genio a uno de sus autores, el dibujante Milt Gross. William Lyon Phelps, notable crítico literario y catedrático de la universidad de Yale, sigue con tan vivo interés las aventuras de algunas de ellas, que veces ha habido en que mande pedir pruebas de la entrega próxima a publicarse -tal impaciencia sentía de saber qué giro tomaba el lance que quedó pendiente. En aquellos días de 1940 en que el porvenir de Inglaterra aparecía tan incierto y tan negro, el rey Jorge VI buscaba tregua a sus preocupaciones de soberano en los episodios de El reyecito de Otto Soglow.
Las tiras cómicas datan apenas de cincuenta años. El 18 de noviembre de 1894, los lectores de The World de Nueva York tropezaron, al abrir el suplemento dominical de ese diario, con una serie de estampitas en colores, bastante parecidas a las antiguas aleluyas. Personajes de la historieta eran un perro y una serpiente; y el título con que Richard F. Outcault, su autor, la había bautizado -acreditándose así de adivino- el muy significativo de El origen de una nueva especie. El procedimiento de encerrar el texto del diálogo en círculos o curvas inmediatos a los personajes lo empleó Outcault por primera vez -tomándolo del caricaturista político Opper -en la tira El niño amarillo, que dibujó para Hearst. Por cierto que del nombre de esa tira, contra la cual hubo vehementes protestas en los hogares y en los púlpitos, nació el calificativo de «amarilla», aplicado desde entonces a cierta prensa.
A todo esto, Rudolph Dirks iniciaba en Nueva York la publicación de sus Aventuras de dos pilluelos, que empezaron a salir en el Journal de Hearst, y poco después- tras célebre litigio que aún es materia de estudio en las escuelas de Derecho- continuaron saliendo, aunque con otro nombre, en The World. Como quiera que los mismos pilluelos siguen haciendo de las suyas, dibujados por H. H. Knerr, en los periódicos de Hearst; y en la tira Los sobrinos del capitán, que es Dirks quien dibuja, tenemos que Hans y Fritz son notables por dos razones: la de ser los personajes más antiguos del mundo de las tiras cómicas, y la de ser los únicos que, sin dejar de ser ellos mismos, viven dos vidas cada uno.
Desde que empezó a publicarse, hace ya treinta y tres años, la tira Educando a papá, original de George McManus, conquistó rápida popularidad. La han traducido a veintisiete idiomas, y aparece en la prensa de setenta y una naciones. Su personaje principal, Jiggs -un nuevo rico irlandés-, cambia en cada una de ellas de nombre y de gustos. Así, para los públicos de habla castellana se llama Don Pancho. Y en tanto que en México se perece por las enchiladas, en los Estados Unidos se le hace la boca agua ante un plato de cecina con repollo, en Inglaterra se le van los ojos detrás de una cazuela de tripa con cebolla, en China no halla nada comparable al arroz, y en Italia devora espaguetis que es un contento.
Otra tira que goza desde hace tiempo del favor del público es la de Bud Fisher titulada Benitín y Eneas, o también Mutt y Jeff. Fue la primera que se publicó diariamente. En sus comienzos, al aparecer en 1907 en el Chronicle de San Francisco de California, se llamó A. Mutt (*Título de doble sentido, pues "A. Mutt" tanto puede ser una inicial y un apellido como significar “a mutt" esto es, "un tonto”), nombre que cambió a los dos años por el que lleva en la actualidad. Fue causa del cambio el haber tropezado Mutt, o sea Eneas, en un manicomio con un chisgarabís que aseguraba ser James J. Jeffries, campeón mundial de boxeo, ya retirado; y que quedó siendo el Jeff o Benitín que todos conocemos.
Hasta 1921, las tiras cómicas habían sido lo que su nombre indica: historietas de risa. En ese año apuntó la tendencia a convertidas en historietas de aventuras más o menos emocionantes. Quien la inició fue Frank King, al cambiar su Gasoline Alley, jocosa hasta entonces, en el
drama diario de la vida de Skeezix. En 1924, la heroína de Ana la Huerfanita -niña por la cual no pasan los años- empezó a experimentar una serie de peripecias que más tenían de triste que de alegre.
La tendencia a sustituir lo cómico con lo dramático llegó a la cumbre -y, según algunos, llevó a las tiras cómicas al abismo -en 1939, con la aparición de Superman.
Alcanzó esta tira éxito tan repentino como estupendo. Ya había habido, es cierto, otras que, como Tarzán, pertenecían al mismo género: el de la historieta de aventuras fantásticas. Pero Superman las eclipsó a todas; quedó convertida de la noche a la mañana en la predilecta del público. De hecho, a ella ha de atribuirse el incremento asombroso del negocio de libros y revistas del género: historietas cuya característica común es la de llevar al lector a un mundo en que todo es extraordinario e irreal. Pasan de 20 millones los ejemplares que se venden todos los meses en los Estados Unidos.
A pesar de su gran desarrollo e importancia, el negocio de las tiras cómicas descansa sobre bases bastante modestas. Según cómputo reciente, no llegan ni a 250 las tiras con que cuentan hoy los sindicatos; y a esto se agrega que muchas de ellas, por ser de historietas inventadas hace poco, tienen todavía escasa demanda, y en consecuencia reducida circulación.
El dibujante de tiras cómicas que llega a sobresalir, gana tanto como una estrella de cine. Hay algunos que tienen una entrada anual de más de 100.000 dólares.
Y esto solamente por sus dibujos, pues los derechos de autor que perciben de las editoras cinematográficas, de la radio y de otras empresas, aumentan esa entrada en varios miles. Sidney Smith, el malogrado creador de The Gumps, había firmado un contrato por cinco años, a razón de 150.000 dólares anuales, el día en que pereció en un accidente de automóvil.
Un buen dibujante de tiras cómicas gana de 400 a 500 dólares por semana.
Algunas tiras se hacen por procedimiento semejante al de la producción en serie. Unas doce personas-el director, el autor del guión, el chistoso, los escenógrafos, los letreristas, etc. etc.- trabajan aunadamente en ellas. Sin embargo, en las tiras que gozan de mayor popularidad, tanto los dibujos principales como la idea, el plan y el desarrollo de la historieta son obra del que firma la tira. De todo ello, lo más laborioso son los dibujos, particularmente en el caso de artistas tan escrupulosos y concienzudos como Milton Caniff, de cuya exigente honradez en estas materias da idea sobrada la circunstancia de que sus dibujos los hayan exhibido en el Museo Metropolitano de Nueva York, y que la fama lo acredite de ser el más esmerado de los autores de tiras cómicas.
En cuanto a la categoría que corresponda a las tiras cómicas: los intelectuales de izquierda las menosprecian, viendo en ellas «pasatiempos que distraen la atención del público y la apartan de las cuestiones palpitantes de nuestro tiempo»; los psicólogos son de parecer que la gente busca en las tiras cómicas, ya sea «el sentimiento de la propia superioridad», que experimenta quien se compara con un pobre enano como Benitín o un marido al cual domina la mujer, como Don Pancho; ya sea un modo de escapar a la conciencia de la propia, monótona vida, al «identificarse» con un Dick Tracy o un Superman. No faltan quienes sostengan que la afición a las tales tiras es prueba inequívoca de infantilismo. Entre tanto el público, sin preocuparse poco ni mucho de tan autorizadas opiniones, sigue ateniéndose a la suya propia, que es, que las tiras cómicas son algo muy interesante. Y así será, porque, de lo contrario, ¿cómo se explica que cuenten con millones de lectores tanto en los Estados Unidos como en todo el mundo?