Cuando lo ví la primera vez, me deslumbró. Andaba dando vueltas una mañana de principios de diciembre por San Telmo, haciendo tiempo hasta que abriese la muestra de Patoruzú. Me metí en una galería lateral a Defensa, en la que nunca había reparado y ahí estaba el Don Fulgencio a cuerda, en la vidriera de un local cerrado y sin iluminación. Se alcanzaba a apreciar, sin embargo, el excelente estado. Parecía sin uso, de juguetería, prácticamente. El muñeco, perfecta reproducción del personaje de Lino Palacio, estaba montado sobre un carrito, y lucía unas aspas sobre el sombrero. Estimé la data por la segunda mitad de los ’60.
Para calcular el precio, además de estado, originalidad y antigüedad, había que tener en cuenta el lugar donde se exhibía; o sea, un lujoso anticuario de San Telmo, no un cambalache de Villa Dominico, Entonces me dije a mí mismo: 1) acá, por esto, pueden pedir hasta cinco lucas; 2) el valor de mercado, puede estar entre tres lucas y tres lucas y media; 3) yo pago hasta luca y media, si no lo dejo.
Consulté luego en Mercado Libre si existía algo parecido y encontré exactamente el mismo muñeco, pero convertido en velador. El desgaste de la pieza sugería la procedencia del juguete, seguramente roto y rescatado artesanalmente para otro uso. Pedían $ 9.000, lo que por supuesto era un disparate. Pero ese precio descartaba cualquier esperanza de que mi cálculo fuese exagerado.
Finalmente hice contacto telefónico con el dueño - volví varias veces, y siempre estaba cerrado, hasta que un comerciante de otro local terminó pasándome el celu-. Me presenté como un abuelo nostálgico de aquellos personajes de mi época, que quería hacerle un regalo original para Reyes a su nieto.
Ya llamar por te. –que no tuve otro remedio, porque no lo enganchaba nunca al tipo- era revelar interés… encima, no le iba a decir que era coleccionista.
El vendedor me tiró de una 2.500. Grata sorpresa. Por supuesto, me hice el idiota, tipo darme cuenta que claro, que debía ser un objeto de colección, que yo no lo había pensado, que lo quería sólo por el valor nostálgico, eso de transmitir de generación en generación, que qué lástima, que estaba muy lejos de mi presupuesto… Todo por teléfono, no?
Le pregunto si tiene cuotas con tarjetas, el tipo no, solamente efectivo… Llega el momento de definir, y le digo “Ultimo, último precio?” “Un diez, menos no puedo”, concluye tajante.
“Bueno, lo voy a pensar, voy a ver si llego”, etc., etc. El vendedor me advierte que iba a estar solamente hasta el 9 de enero, porque después se operaba la mano.
Dudé si llamarlo antes de volver o no. Si lo llamaba, me aseguraba que estuviese, pero seguía revelando interés. Así que decidí arriesgarme el día 5 (justo antes de Reyes).
Llegué a las once a San Telmo, cerrado como de costumbre. Me tomé un café, di unas vueltas por el Mercado. Tipo mediodía abrió. Entré, saludé, me puse a mirar. El tipo –por la voz era el mismo con quien hablé por teléfono- me dijo que cualquier cosa preguntara. Estimé que tendría unos setenta largos, bien llevados, lo que después me confirmó.
La disyuntiva era: a) aparecer como un cliente nuevo y empezar de cero la negociación; b) retomar el personaje del abuelo.
Lo primero, podía tener la ventaja que quisiera liquidar la pieza, al no haberse hecho presente el abuelo (o sea yo), pero la desventaja de inducirlo a pensar que estaba despertando mucho interés últimamente y que subiese el precio.
Y si volvía el abuelo, yo podía continuar la negociación interrumpida, pero quedaba claro que le tenía echado el ojo.
Decidí que era menos riesgosa la segunda opción. Me presenté entonces, el vendedor se acordó de inmediato y amagó ir a buscar el juguete. Le dije que no, que esperase…
Verseé que pasaba por ahí casualmente, y seguí haciéndome el pelotudo:
-Cuál era el último precio que me había dicho?
-Le debo haber dicho $ 2500…
-No, no de ahí arrancó… Me dijo que me podía hacer un 10…
-Bueno, pero menos de eso no.
-Y no trabaja con tarjeta, me dijo?
Eso dio pie a una larguísima charla -más monólogo que conversación- que empezó con el valor real de las piezas de coleccionismo (tasó el precio del Fulgencio en tres lucas y media, coincidentemente), pasó por una extraña historia del conflicto con la seña que le había dejado por unos muebles antiguos un iraní en la época de la voladura de la AMIA, se matizó con todas las variables del fascismo del medio pelo vernáculo, se detuvo en el disgusto que le causaba el macrismo –“Yo los voté!”, aclaró-, pero exclusivamente en lo económico, ya que era ferviente antikirchnerista, y lo más asombroso de todo, concluyó en que era admirador de Fidel Castro, ya que según él, cuando Fidel estuvo en Argentina, declaró que el problema de la violencia, lo arreglaba en una semana con el Ejército.
Mientras tanto desfilaron algunos personajes de la galería, a los que hacía bromas, daba órdenes para cuando estuviese convaleciente de la operación, les firmaba cheques… parecía ser el dueño de los locales.
A todo esto, yo escuchaba y asentía, poniendo cara de asombro, como diciendo “pero qué bien piensa este hombre!”. Cada tanto metía un bocadillo de aprobación.
Cuando el delirio socialista-fascista empezaba a languidecer, me despedí, le di la mano que le iban a operar, augurándole que le vaya bien en la cirugía, lo llamé por su nombre, le dije que había sido un gusto charlar con él y le deseé un buen año… me estaba jugando todo el resto que tenía.
Funcionó.
El tipo me detiene, diciéndome: “Mire, ya que se vino hasta acá… le puedo hacer dos mil, menos no… le sirve?
Le agradecí infinitamente la oferta, pero lamentablemente no llegaba.
-“A cuánto llega?”, preguntó.
Y ahí largué la cifra in pectore, luca y media.
-“Llevéselo”- me dijo – “prefiero que sea usted y no alguien de afuera…”
Fue hasta la vidriera, trajo el Don Fulgencio, le dio cuerda y lo puso en el piso. El artilugio empezó a marchar a todo vapor en mi dirección, con las aspas girando a manera de helicóptero. Refrené saltar de alegría, al corroborar que estaba impecable en todo sentido.
Mientras me lo envolvía, el vendedor me recomendó que si se lo iba a regalar a mi nieto, lo dejara que jugase libremente.
En ese punto, en relación con el consejo, me contó una historia. Trataré de reproducirla con fidelidad.
“Yo me dedico a coleccionar mecanos. Había armado uno en la vidriera de otro local, hace años. Un día, pasa un señor, lo ve y me dice: ‘Yo tengo uno igual a ése, pero en mejor estado’. Le retruco: ‘Mire que este es un 8, un 8.5… difícil poder superarlo’. ‘Quiere verlo?’, me propone. Le contesto que sí, me da la tarjeta con la dirección. Cuando llego, era un caserón señorial, con cochera para varios autos. El hombre me indica que estacione adentro, y me lleva a un salón enorme con vitrinas. En una estaba, en efecto, un mecano idéntico al mío, pero nuevo, en la caja original, como si nunca lo hubiesen abierto. Reconocí que era superior. ‘Cuánto lo cotiza?’, me pregunta. Le pongo un precio razonable. Me dice: “Llévelo”. Intento pagarle, pero me ataja. “No, déjelo en el auto y vuelva”. Obedezco, regreso, me conduce a otra vitrina, saca otro juguete que tenía varias décadas, también impecable. ‘Le interesa?’. ‘Sí, claro, contesto’. ‘Póngale un precio’. Lo hago, y lo mismo, me manda a llevarlo al auto. Así con varios, una y otra vez. El hombre iba anotando en un papelito las cifras que le proponía, sin discutirlas nunca. Cuando terminó con todos los juguetes, sumamos, le pagué. Antes de despedirme, le digo: “Disculpe la curiosidad… por qué me mandaba a dejarlos en el auto de a uno?”. “Porque no quería volver a verlos nunca más” –me responde-. “Si usted me hubiese ofrecido la mitad, se los vendía igual. Mis padres tenían mucho dinero y me compraban cuanto juguete quisiera, pero con la recomendación que los cuidase porque eran muy caros. Nunca jugué con ellos.”
Cuando el vendedor terminó esta anécdota maravillosa, que valió por toda la mierda fascista que me tuve que tragar, tenía un brillo en los ojos. Ni falta hacía que me dijese que se había emocionado en aquella oportunidad, porque era evidente que le volvía a pasar ahora, con el relato.
“Por eso –concluyó- le aconsejo que deje que su nieto juegue con él”.
Nada que ver mis nietos con los niños ricos que tienen tristeza, como decía el Turco. Así que por ahora, Don Fulgencio reposa en un estante de mi altillo. De tanto en tanto le daré cuerda para provocar el asombro de algún visitante.
Quizá quienes lo pongan en continuo funcionamiento sean mis bisnietos, que lo heredarán.
Espero que junto con el muñeco, les llegue también esta historia.
El arte del regateo tiene que ver con la simulación, la paciencia, el aguante… pero suele dar frutos impensados. No sólo respecto al precio de los objetos en cuestión.