Además del episodio del origen de mi primera obra teatral, con la mala conciencia subsiguiente, que relaté en el post anterior (ver), vino otra anécdota a mi memoria. Hace más de tres décadas, descubrí una historieta publicada en Récord, que adaptaba un cuento de uno de los discípulos de Lovecraft, sin la menor mención a ello. Escribí, indignado, una carta a la editorial, que por supuesto nunca figuró en el correo de lectores.
Mi preocupación por el respeto del trabajo intelectual o creativo ajeno tiene, entonces, larga data. Pero en estos tiempos del copy-paste, se ha incrementado.
Como en el mencionado post, y en sus comentarios principalmente, se han ido mezclando distintos aspectos de la cuestión, trataré de aclararlos.
A título absolutamente personal, lo que más me molesta de quien usa una creación o texto o idea ajena, sin mención, es la falta de honestidad intelectual. Y aún en el caso de que no pusiese su propia firma al pie.
Las ideas pueden no tener dueño, pero la elaboración de las ideas, la construcción que con ellas se hace, evidencia un sello personal, más allá que eso sea muy difícil de probar en un juicio.
En cuanto a la cita de textos la considero indispensable, no sólo para autenticar la buena fe del que cita, sino también para situar al lector en el contexto original, y para que se remita a él de creerlo necesario. Permite confrontar el discurso del reproductor, y comprobar si va más allá, contradice o dice lo mismo que el autor original. Tampoco la cita debe convertirse en abuso, claro. He constatado como termina transformándose en elemento primordial para la construcción de muchos libros. Así, el supuesto “autor” es en realidad mero recopilador o comentarista del trabajo de otros.
Y finalmente, la creación artística, que es el punto que intento tratar...
Solía llamarme la atención, sobre todo en el doblaje de películas, el uso del término “plagio” en relación al secuestro, hasta que me enteré que provenía del derecho romano y refería al “hurto de hijos”. A partir de allí me quedó claro que la diferencia radica en el uso literal o metafórico. En ambos sentidos el plagio sería entonces, genéricamente, el apropiamiento indebido de una creación que conlleva un sello indeleble. Pero hoy día es mucho más fácil determinar cual es el sello dejado en un hijo, que en una obra artística.
Aquí entra a jugar el concepto de originalidad, que para el derecho difiere del uso corriente, dado que se lo asimila a la nota personal del autor, y no a la novedad del tema.
Pero cómo ubicar con certeza esos rasgos?
A contrario sensu, se pueden encontrar fallos que definen irreprochablemente la cuestión: "El delito de plagio reside en la acción dolosa del plagiario decidido a vestir con nuevos ropajes lo ya existente, para hacer creer que lo revestido es de cosecha propia” (Cám. Nac. Crim. y Corr., sala VI, 21/10/79, ED, 88-493).
Allí radica precisamente la dificultad de identificar el origen, dado que el plagiario -salvo en casos burdos- pone su empeño en disimular el rastro, desdibujándose así el límite entre la apropiación y la reescritura.
El plagio saltea figuras lícitas, previstas en función de encuadrar los grados del trabajo honesto sobre la creación de otro, como son la “adaptación”, “versión”, “versión libre” o -la más remota- “inspiración”. Ellas recorren la gama que va desde la ligera modificación del original, hasta la autonomía absoluta de él. A mi criterio, al no haberse explicitado cualesquiera de las figuras, se incurre en deshonestidad intelectual, independientemente que para la justicia no existan los presupuestos suficientes para concluir con certeza que se incurrió en plagio.
Y la prueba suele ser complicada. Cómo se verifica, por ejemplo, que existía conocimiento previo del original por parte del imputado? O que en el caso de que lo hubiere, no se trató de una jugarreta de la memoria?
Este último argumento lo vengo escuchando reiterativamente, en defensa de distintos sospechados, y me empieza a sonar a lugar común. Me viene a la mente una escena de “Stéfano”, de Discépolo, donde el protagonista, un músico, descubre que una melodía en la que estaba trabajando, que lo enamoraba y que creía se constituiría en su gran creación, se trataba en realidad de La Inconclusa, de Schubert. Lo que advierte a todo artista serio que debería sospechar de sus “inspiraciones”, ponerlas a prueba, pasarlas por un tamiz, antes de estampar la firma. Me ocurrió muchas veces el descartar ideas o imágenes que se me ocurrían, cuando advertía que el tratamiento era similar al que le habían dado otros.
Mi preocupación por el respeto del trabajo intelectual o creativo ajeno tiene, entonces, larga data. Pero en estos tiempos del copy-paste, se ha incrementado.
Como en el mencionado post, y en sus comentarios principalmente, se han ido mezclando distintos aspectos de la cuestión, trataré de aclararlos.
A título absolutamente personal, lo que más me molesta de quien usa una creación o texto o idea ajena, sin mención, es la falta de honestidad intelectual. Y aún en el caso de que no pusiese su propia firma al pie.
Las ideas pueden no tener dueño, pero la elaboración de las ideas, la construcción que con ellas se hace, evidencia un sello personal, más allá que eso sea muy difícil de probar en un juicio.
En cuanto a la cita de textos la considero indispensable, no sólo para autenticar la buena fe del que cita, sino también para situar al lector en el contexto original, y para que se remita a él de creerlo necesario. Permite confrontar el discurso del reproductor, y comprobar si va más allá, contradice o dice lo mismo que el autor original. Tampoco la cita debe convertirse en abuso, claro. He constatado como termina transformándose en elemento primordial para la construcción de muchos libros. Así, el supuesto “autor” es en realidad mero recopilador o comentarista del trabajo de otros.
Y finalmente, la creación artística, que es el punto que intento tratar...
Solía llamarme la atención, sobre todo en el doblaje de películas, el uso del término “plagio” en relación al secuestro, hasta que me enteré que provenía del derecho romano y refería al “hurto de hijos”. A partir de allí me quedó claro que la diferencia radica en el uso literal o metafórico. En ambos sentidos el plagio sería entonces, genéricamente, el apropiamiento indebido de una creación que conlleva un sello indeleble. Pero hoy día es mucho más fácil determinar cual es el sello dejado en un hijo, que en una obra artística.
Aquí entra a jugar el concepto de originalidad, que para el derecho difiere del uso corriente, dado que se lo asimila a la nota personal del autor, y no a la novedad del tema.
Pero cómo ubicar con certeza esos rasgos?
A contrario sensu, se pueden encontrar fallos que definen irreprochablemente la cuestión: "El delito de plagio reside en la acción dolosa del plagiario decidido a vestir con nuevos ropajes lo ya existente, para hacer creer que lo revestido es de cosecha propia” (Cám. Nac. Crim. y Corr., sala VI, 21/10/79, ED, 88-493).
Allí radica precisamente la dificultad de identificar el origen, dado que el plagiario -salvo en casos burdos- pone su empeño en disimular el rastro, desdibujándose así el límite entre la apropiación y la reescritura.
El plagio saltea figuras lícitas, previstas en función de encuadrar los grados del trabajo honesto sobre la creación de otro, como son la “adaptación”, “versión”, “versión libre” o -la más remota- “inspiración”. Ellas recorren la gama que va desde la ligera modificación del original, hasta la autonomía absoluta de él. A mi criterio, al no haberse explicitado cualesquiera de las figuras, se incurre en deshonestidad intelectual, independientemente que para la justicia no existan los presupuestos suficientes para concluir con certeza que se incurrió en plagio.
Y la prueba suele ser complicada. Cómo se verifica, por ejemplo, que existía conocimiento previo del original por parte del imputado? O que en el caso de que lo hubiere, no se trató de una jugarreta de la memoria?
Este último argumento lo vengo escuchando reiterativamente, en defensa de distintos sospechados, y me empieza a sonar a lugar común. Me viene a la mente una escena de “Stéfano”, de Discépolo, donde el protagonista, un músico, descubre que una melodía en la que estaba trabajando, que lo enamoraba y que creía se constituiría en su gran creación, se trataba en realidad de La Inconclusa, de Schubert. Lo que advierte a todo artista serio que debería sospechar de sus “inspiraciones”, ponerlas a prueba, pasarlas por un tamiz, antes de estampar la firma. Me ocurrió muchas veces el descartar ideas o imágenes que se me ocurrían, cuando advertía que el tratamiento era similar al que le habían dado otros.
También se recurre, como defensa frecuente, a la enumeración aislada y genérica de antecedentes temáticos. Esta línea aboga por la casi imposibilidad de creación original, entendida -a diferencia de la interpretación legal, tal cual aclaré antes- como novedad. Y causa el efecto de dilusión de cualquier posibilidad de plagio. El procedimiento adecuado, claro, no es ése. Se trata concretamente de la comparación particularizada entre dos obras, y el examen exhaustivo de las coincidencias que se registran en ellas, no sólo en número, sino en calidad de tratamiento, de modo que queden descartadas tanto la casualidad como cualquier precedente común.
Habría, pues, que diferenciar dos planos. Si una acusación de plagio pasó por las debidas instancias judiciales, y se concluyó que éste no existía, no caben sospechas posteriores. Es el sistema que nos rige, y a él debemos atenernos. Pero en tanto la justicia trabaja sobre los hechos consumados, y rara vez sobre la prevención -aparte del factor intimidante de los castigos que impone la ley-; y en cuanto suele encontrar escollos para tratar materias un tanto intangibles como ésta, debería ser una preocupación social -en particular de los campos a los que les atañe - informarse y tratar luego de establecer ciertas normas éticas, condenando sin reservas al que las transgrede, antes de llegar a la judicialización del caso. Creo que era Foucault, en “Vigilar y Castigar” (y perdón si la cita no es correcta, pero lo hago de memoria), el que decía que en una sociedad que compartiese códigos básicos de convivencia y no tolerase comportamientos que se apartaran de ellos, la ley no sería necesaria. Por supuesto que suena a utopía, pero estamos hablando, en el caso, de gente ocupada en lo humanístico. Sin embargo, pareciera que retrocedemos.
Para mí, la cuestión pasa bastante por internet. Aunque no por si jueces o diputados usan la Wikipedia, sin citarla. En todo caso, el material que allí se ofrece es libre. Y de última, si fuera por vergüenza que omiten la referencia, eso hablaría del poco prestigio que goza -afortunadamente- la fuente. El problema radica en la ideología que instala la web, donde en apariencia se puede tomar cualquier cosa de cualquier lado, y hacerla circular sin contexto, hasta vaciarla inclusive de sentido, o confiriéndole otro totalmente contrario.
Si este criterio se extendiera, habría que abolir en el futuro el concepto de propiedad intelectual, y las leyes que la protegen. Porque en definitiva, la ley parte de una necesidad social.
Si por el contrario, como en otras épocas, cualquier forma de apropiación de la creación ajena, mereciera el repudio social unánime, o al menos de aquellos que comparten la misma disciplina, no sólo se lograría que disminuyeran los casos llevados a la justicia, sino que ésta tendría más elementos para discernir cuando se configura el ilícito y cuando no.
Habría, pues, que diferenciar dos planos. Si una acusación de plagio pasó por las debidas instancias judiciales, y se concluyó que éste no existía, no caben sospechas posteriores. Es el sistema que nos rige, y a él debemos atenernos. Pero en tanto la justicia trabaja sobre los hechos consumados, y rara vez sobre la prevención -aparte del factor intimidante de los castigos que impone la ley-; y en cuanto suele encontrar escollos para tratar materias un tanto intangibles como ésta, debería ser una preocupación social -en particular de los campos a los que les atañe - informarse y tratar luego de establecer ciertas normas éticas, condenando sin reservas al que las transgrede, antes de llegar a la judicialización del caso. Creo que era Foucault, en “Vigilar y Castigar” (y perdón si la cita no es correcta, pero lo hago de memoria), el que decía que en una sociedad que compartiese códigos básicos de convivencia y no tolerase comportamientos que se apartaran de ellos, la ley no sería necesaria. Por supuesto que suena a utopía, pero estamos hablando, en el caso, de gente ocupada en lo humanístico. Sin embargo, pareciera que retrocedemos.
Para mí, la cuestión pasa bastante por internet. Aunque no por si jueces o diputados usan la Wikipedia, sin citarla. En todo caso, el material que allí se ofrece es libre. Y de última, si fuera por vergüenza que omiten la referencia, eso hablaría del poco prestigio que goza -afortunadamente- la fuente. El problema radica en la ideología que instala la web, donde en apariencia se puede tomar cualquier cosa de cualquier lado, y hacerla circular sin contexto, hasta vaciarla inclusive de sentido, o confiriéndole otro totalmente contrario.
Si este criterio se extendiera, habría que abolir en el futuro el concepto de propiedad intelectual, y las leyes que la protegen. Porque en definitiva, la ley parte de una necesidad social.
Si por el contrario, como en otras épocas, cualquier forma de apropiación de la creación ajena, mereciera el repudio social unánime, o al menos de aquellos que comparten la misma disciplina, no sólo se lograría que disminuyeran los casos llevados a la justicia, sino que ésta tendría más elementos para discernir cuando se configura el ilícito y cuando no.
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