Ya me he referido aquí a Daniel, mi compañero de elenco en Illia. De su libro
"Canilleras en el alma (cuentos con fútbol y otros relatos)" extraigo esta extraordinaria semblanza sobre quien fuera una de las mayores atracciones de "Titanes en el Ring".
No podría asegurar cómo ocurrió pero una tarde de invierno mi muñequito preferido de la colección de Jack cobró vida. Yo lo había hecho brincar, revolcarse, volar, latir, pero nunca conseguí que tomara dimensiones humanas y fuera de piel y hueso, de tripas y entrañas, de sentimientos y pasiones. El pequeño emblema de plástico pintado, algo corroído por las contingencias del juego, siempre fue amén de mis ansias la resultante de un molde. Una entidad fabricada en serie. Una reproducción tosca del ídolo que me devoró buenos años de mi infancia y me enseñó algunos aspectos empíricos acerca de la lealtad y la justicia.
Cuando lo tuve enfrente, máscara a cara, confirmé lo que no me costó indagar al auscultar el derrotero de diversas troupes de catch. Todas, sin distinción de jerarquías, así como nosotros portábamos su insignia, su monigote, su caramelera o su figurita, decían tener su Caballero Rojo y no tenían nada. Anunciaban sin decoro una aproximación distante y barata del paladín y aunque se engañaran y nos trataran de engañar la parodia no admitía complicidades. Comprábamos la entrada pero con el desarrollo del espectáculo no convalidábamos la estafa. Nadie podía ocupar su lugar y ninguno de cuantos atletas decidieran emulado, con atavíos mejor o peor logrados, conseguirían habitar el personaje.
Se cree en el universo ramplón del catch autóctono que los enmascarados, los tapados, son apenas un traje en un baúl y que cualquier luchador es capaz de ponérselo y encender la chispa. En el caso de El Caballero Rojo esta sentencia de los empresarios fue una quimera. Una probabilidad inviable porque la personalidad del intrépido y leal defensor de la razón era -lo sigue siendo- auténticamente única. Una creación sofisticada, elaborada movimiento a movimiento, por un hombre que jamás usufructuó su identidad civil y que conocía absolutamente todos los por qué que fundamentaban el funcionamiento de su genial criatura.
La invención de Humberto Reynoso, Baby -El Baby-, era absolutamente diferente a todas cuantas se hayan erigido sobre la lona de un ring. Exclusiva.
Y personal aunque las características del ser cotidiano nunca se apoderaran del justiciero. Una forma de obrar elegida deliberadamente, constituida de gestos, ademanes, andares, procederes, llaves y tomas propias.
Cuando lo tuve enfrente no quise otra cosa que estrechado en un abrazo para expresarle mi agradecimiento pero fui tímido -él no me intimidó- y no tuve ocasión de desmitificarlo puesto que El Caballero Rojo se encargó de escindirse y mantenerse vívido a un costado del noble artesano que nos hizo transitar los períodos más afables de buena parte de nuestra existencia.
De andar por San Pedro, su tierra natal y final, me reconfortaría llevarle flores a Humberto por todo lo que hizo por nosotros sin percibir la dimensión y por la prudencia de dejar al héroe al margen de las despedidas, de las lágrimas, sin sed de ceremonias de réquiem, absolutamente de pie, vigente e inmortal.
La diversidad no es una licencia literaria. El legendario Baby tenía en sus manos las secuelas de sus quehaceres como estibador portuario, desde la crudeza de su epidermis, a la crueldad de dedos rebanadas. El Caballero Rojo posee palmas y yemas de seda con las que maniobra vaporosamente a sus adversarios y es preciso y minucioso como el más laureado cirujano.
Humberto tenía la contextura y las costumbres de cualquier vecino, estirpe de obrero jubilado, simpleza. El Caballero Rojo dispone de una elegancia extrema, es etéreo, estilizado y singular.
Reynoso era austero en sus dichos y en sus aspavientos, algo cohibido, un rostro en la multitud. El Caballero Rojo impacta con su carisma, impone su halo misterioso, es expansivo, pronunciado en sus manierismos y jamás pasa desapercibido.
El punto vinculante obedece a los ingredientes de origen, aquellos rudimentos intrínsecos que fertilizaron a la persona y al personaje: dones como la bonhomía, la pasión, la integridad, el profesionalismo, la vocación y la caballerosidad.
Humberto Reynoso tuvo sus años beligerantes, supo ser pendenciero como una señal de rebeldía y en uno de esos arranques conoció al Martín Karadagián que aún no había descubierto la televisión y era un taquillero campeón-patrón bajo el tinglado del Luna Park. El Armenio ingresó al correo, lugar en el que Baby -ya mudado a Buenos Aires- se desempeñaba como cadete, acompañado por una cohorte de acólitos y el adolescente no pudo comprender un ideario y un comportamiento que años más tarde respetaría como mandamientos religiosos. Fiel a su fama de malo, Martín se comportó como un bravucón y aprovechándose de que había mucha gente en la cola, se hizo promoción instantánea arremetiendo contra empleados y curiosos.
-Yo salté para defender a mis compañeros y ahí me di cuenta que la lucha no era broma. Le pegué mil piñas y ni lo moví, era una mole pese a su baja estatura. Se dejó atacar, me sobró porque no le hice ni un rasguño y en un solo movimiento, me trabó el brazo, me inmovilizó y al querer zafarme me rompió un dedo. Mi viejo le inició juicio pero después la cosa quedó en la nada -me contó una vez la anécdota.
Más tarde, con la fortaleza que adquirió en el Puerto de Buenos Aires, coqueteó con el boxeo para canalizar aquella iracundia juvenil. Lo hizo principalmente en clubes de Barracas junto a Alberino Miguel Tomasoni -voluminoso y destacado animador también de Titanes en el Ring con representaciones como las del Balón Atómico y Sancho Panza-, un compañero de mil revolcones, con quien decidió transformarse en catcher al resplandor de las temporadas brillantes de la actividad en el Luna y en Babilonia, un estadio emplazado en la zona lindera a la Torre de los Ingleses, sobre Retiro. Allí fue Baby Roca en una clara alusión a Antonio Rocca, el luchador argentino del que llegaban noticias prestigiosas por su faena en los Estados Unidos, pero no trascendía. Su histrionismo a rostro lavado carecía de magnetismo y pese a que era notoriamente capaz de imponer artimañas como valor técnico descubrió cuánta expresividad podía sumar desempeñándose oculto. Como aquellos actores que manejan la máscara neutra, olvidarse de los mohínes le significó poner en práctica teatralidad en toda su anatomía y llamó la atención rápidamente cuando en 1960, en la prehistoria de Titanes, en la agonía del catch como expresión popular vinculada a los deportes profesionales, se sumó al grupo de Martín Karadagián. Encarnó a La Araña y la propuesta sedujo al Campeón del Mundo, quien pese a recordar el episodio del correo, lo contrató de buena gana ya que Reynoso era una alternativa en la selva de los mastodontes y una piedra preciosa en la idea de convertir ese producto en un espectáculo para televisar. Peleaba agazapado y desarrollaba toda su agilidad y reflejos, recurso que exhumaría años después para interpretar a El Leopardo, su doble rol en las épocas de bonanza económica como titán, con la cuidada consigna de luchar en un registro absolutamente dispar al de El Caballero.
De cómo inventó al héroe que a mi entender conducido con un criterio de marketing y otro vuelo podría haberse convertido en un Batman criollo -de hecho en las postrimerías del siglo pasado, Tony Torres, uno de sus fans manifiestos, desarrolló un interesante cómic inspirado en El Caballero- hay una narración romántica. No sé cuán verosímil pero es la que siempre mantuvo enhiesta el padre del enmascarado y no hay por qué contradecirlo. Se presentaba en Chile, en su etapa a rostro descubierto, cuando una herida cortante en el arco superciliar izquierdo lo dejó empapado en sangre. Al vedo librar la batalla con ese aspecto sin renunciar a su hidalguía una espectadora habría exclamado:
-¡Es un caballero! ¡Un caballero rojo!
Supongo que lo habrá influido Máscara Roja, un destacado catcher argentino de la primera mitad del siglo XX, quien también era aclamado con su verdadera identidad, Alfredo Legarreta. Lo cierto es que la ingeniería fue puntual y sigilosa. Para estrenarse en la caja de rayos catódicos Reynoso no sólo planteó un comportamiento sino que, además, diseñó un atuendo con detalles significativos. A la capucha bermellón le adjuntó un arabesco blanco estilizado en sus puntas con una distribución triangular con alguna reminiscencia de las que comenzaban a imponerse en México pero a la vez distintiva. Y desarrolló botas bicolores y al slip rojo -entonces era habitual que los luchadores llevaran el torso desnudo-lo complementó con capas, batas y camperas de raso, algunas rojas con vivos blancos y otras blancas con vivos rojos, absolutamente únicas. Humberto decidió el perfil que complementó con su esposa de entonces, Selva, una habilidosa modista que iría confeccionando los trajes y marcando la evolución progresiva de la estética Caballero -capacidad que le valió ser durante muchos años vestuarista de Titanes-. La vestimenta era un aspecto importante, pero sólo uno. Al impacto visual lo complementaría con la utilización que le daba a esos elementos. Por ejemplo llevaba una toalla roja al cuello que en pleno cuadrilátero, una vez recibidas las indicaciones del árbitro, despojaba con un golpe seco de manos hacia atrás, para que cayera en su rincón en manos de su segundo.
El trípode de su estilo amparaba otras dos cuestiones centrales. Primero sus actitudes satélite. Cómo progresaba hacia el ring: avanzaba casi en puntas de pie, solía darse impulsos moviendo sus brazos en redondo para templar sus músculos y articulaciones, la postura de sus manos, aun en combate, estaba caracterizada por utilizar sus pulgares despegados y hacia arriba, lo que lo colocaba en una actitud distinguida. Cómo accedía al cuadrilátero: llevaba una de sus piernas delante y de costado para acceder entre la segunda y tercera cuerda pero, abruptamente, en el instante de ejecutar la entrada, cambiaba el ángulo rítmicamente y hacía su entrada del mismo modo pero con la otra pierna y cambiando de dirección. Cómo se paraba en la lona: siempre en puntas de pie, atento al despegue, ligeramente perfilado, con uno de sus hombros en punta hacia el centro, guardia que mutaba permanentemente buscando su mejor ángulo para iniciar la confrontación.
El nudo, obviamente, era su filosofía como peleador. Su desempeño era muy limpio. No sólo porque acataba las reglamentaciones sino porque, además, todo su comportamiento era pulcro, sus tomas eran prístinas y lucía y hacía lucir a sus oponente s tanto fueran técnicos como rudos. Su arsenal estaba constituido por diversas peculiaridades, entre ellas su golpe de puños propulsado por una patadita al aire de su pierna derecha despegada del suelo, su tijera invertida tras utilizar el cuerpo del adversario para ponerse en vertical, su plasticidad de bailarín para administrar su peso y suspenderse liviano en el aire cuando resolvía ejecutar una patada voladora, sus registros a la hora de recibir los golpes valorizando a los oponente s con expresividad sin perder galanura, sus definiciones de combate en rana o en puente con una prolijidad y simetría de artista plástico. En su repertorio aquilataba el manual completo de todas las llaves y contrallaves habidas y por haber a las que realzaba por la manera en que entraba y salía de ellas. Eran un clásico, un deleite y una satisfacción para su persona las competiciones con Ulises El Griego -Pedro Bocos-, a quien conocía de memoria, ya que juntos tejían las coreografías más depuradas y eximias colocando al catch en el escalón del ballet. Por fortuna, uno de los pocos testimonios fílmicos que existen del esplendor de El Caballero Rojo, algunas escenas de la película Titanes en el Ring de Leo Fleider, permiten observar uno de estos desafíos.
La gran aparición mediática del enmascarado escarlata se produjo el 3 de marzo de 1962, en la primera emisión del ciclo de Karadagián, el estreno absoluto del programa en televisión. Confrontó con Luis Gonini en la cuarta lucha y la victoria despertó la admiración del público que ubicado en el mini estadio de Canal 9 se preguntaba por el enigma de su identidad. En esa década fue una figura trascendente de la troupe aunque en la confección de sus argumentos Martín nunca le posibilitó trepar al pelotón de los que disputaban el certamen. Brilló en una segunda línea, siendo aventajado en la tabla de posiciones por El Campeón del Mundo, El Indio Comanche, Mister Chile o Rubén Peucelle, respectivamente. Entonces MK era bribón, un malo acérrimo, un patán, pero no se descarta que algún rasgo ególatra haya contenido la explosión competitiva de quien por entonces, como la mayoría de los agonistas, no poseía música característica.
Su fama trascendió el medio local y como era habitual en esa era, en diversas circunstancias, emigró del plantel o aprovechó pequeños parates para desarrollar su trabajo en Perú, en Chile y en Brasil donde se convirtió en ídolo y aún se reprisa la leyenda de El Cabaleiro Vermelho. Especialmente en la región de Niteroi.
Estricto y dueño de una sola palabra, Reynoso siempre evitó las reyertas y cuando alguna actitud de la empresa le disgustó o se sintió disconforme por la remuneración -los sueldos nunca fueron cuantiosos, pero en etapas de mucha producción lograban una facturación interesante aunque no tenían participación en las ganancias extras, un foco de conflicto-, dio media vuelta y se fue abandonando Titanes. Se reintegró en 1972 a la empresa para ser bastión de la impactante temporada desarrollada en la pantalla de Canal 13. El hito histórico -por rating, festivales en clubes y dos Luna Park, merchandising, cine-lo encontró en plenitud y marcó su despedida. En noviembre de ese año se sumó a un grupo de luchadores que disconformes con los cachet decidieron la independencia. En el país no volvió a conocer el éxito ya que los diversos intentos independientes fracasaron pero se mantuvo vigente hasta bien entrados los '80.
Así como era intransigente con sus empleadores poderosos, era absolutamente permisivo y generoso con algunos de sus plagiarías. Jamás se le ocurrió patentar a su concepción como marca e hizo algunas concesiones por bonachón que indirectamente lo damnificaron. Ante mi preocupación por estos descuidos se encogió de hombros y pasó un poco por alto esas contingencias.
-¿Qué quiere que le haga? Que los muchachos se ganen su pan, yo vivo y dejo vivir, ¿sabe? O por lo menos, trato.
Muchos se adjudicaron y aún se adjudican haber sido El Caballero Rojo.
Están los luchadores que efectivamente lo representaron en algún espectáculo de menor repercusión, los distintos atletas que en las contadas ocasiones en que Titanes en el Ring volvió a recurrir al ídolo lucieron el traje (generalmente muy buenos profesionales, como René Tenembaum o Juan Carlos Torres. quienes siempre respetaron a Baby y nunca se apropiaron de la paternidad. ni hicieron declaraciones en ése u otro sentido), los ignotos que jamás treparon a un ring y se dan dique alimentando la especie, los que alguna vez mintieron piadosamente a sus hijos como parte de un juego (por caso, Alejandro Apo recuerda frecuentemente cómo su papá, quien le decía que era El Caballero Rojo, abandonaba la casa cuando se avecinaba la lucha, seguía las acciones en lo de un vecino, y retornaba al hogar un rato más tarde todo despeinado tras el combate contándole detalles fantásticos de lo que a Alejo y sus hermanos había conmovido a través de la tele). Esta pasión nacional por la usurpación de la identidad heroica consigna dos historias salientes.
Por un lado, la de un oficial de la policía militar, Miguel Pedernera, quien siempre tuvo el berretín de ser El Caballero y lo consumó durante décadas. Luchador de aptitudes regulares, serio y cumplidor como organizador de espectáculos de lucha, tácitamente se creyó su propia novela y vivió y se desempeñó como si el personaje fuera de él. Como era pagador y respetuoso con los otros profesionales, varios de los que trascendieron a rostro descubierto validaron su accionar formando parte de sus festivales. Incluso Baby, conocedor de su existencia, le permitió usufructuar su invento. Es más, hasta trabajó para él. En ocasiones como El Caballero Rojo y hasta en otros roles, lo que aunque no lo admitiera, le debe haber dolido en el alma y humillado pero tenía que comer y los luchadores nunca tuvieron en la Argentina resuelto su pasar.
-Le vaya confesar algo -murmuró una tarde cuando teníamos un poco más de confianza-o Yo no sólo trabajé para Miguel, quien conmigo siempre se portó muy bien, siempre fue un buen muchacho sino que en alguna ocasión, una o dos veces, no recuerdo bien, compartimos el show y él hizo de Caballero. Yo tenía también una ropa negra de cuando organicé mis espectáculos y para que el público no comparara, aunque no luché contra él, ésa fue de las pocas veces que trabajé de malo. Traté de hacerme el rudo. No creo que me haya salido bien.
Un árbitro que participó de esa velada me confirmó la anécdota y me confió que bajo la capucha negra lo notó lagrimear.
El problema más severo de esta doble vida de El Caballero Rojo fue la manera de entender al personaje. Mientras que Humberto fue cuidadoso al extremo para preservar el misterio. Su colega todo lo que pretendía era develar el enigma. Reynoso entraba a los canales y clubes solo, fuera del grupo, con las manos en los bolsillos, disimulando y le encargaba a otra persona que le llevara el bolso. Se presentaba con su máscara en reportajes y homenajes, a los que llegaba ataviado aunque viajara en taxi o medio público, y nunca permitió que vieran su rostro. Hasta reprimió instintos primarios, de esos que cuando vivía en los edificios frente al Luna le hubieran valido llegar a las manos ("Me he comido apretadas, provocaciones, por ejemplo en el puerto alguna que otra vez para no vender mi identidad. Pesados que se me venían a hacer los malos para ver si saltaba, si de verdad era El Caballero Rojo, si era luchador, porque un compañero cometió la infidencia de venderme. Y gané, tenía que comerme las ganas de darles, pero era tan convincente en mi supuesta cobardía que los tipos terminaban yéndose con una frase: 'Mirá que este tipo, con este físico, tan desgraciado, va a ser El Caballero Rojo'. Ahora me divierto de contárselo"). Pedernera, como contrapartida, gozaba que creyeran que era él, es todo lo que pretendía, ésa era su obsesión. Solía desenmascararse estratégicamente donde pudieran verlo o dejaba asomar de su bolso parte del atuendo.
Por el otro, la de Norberto Imbelloni. En los corri11os de la política y el sindicalismo se alimentó la fábula de que el dirigente peronista había sido El Caballero Rojo. Y hasta se pensó que en tiempos de persecuciones ideológicas se ocultó detrás del personaje y se ganó el mendrugo. Falso. La mendacidad no fue generada por el involucrado. Cierta vez, en la cárcel, le comentaron que había tenido una actitud de caballero y Beto Imbelloni, pícaro y para dejar en claro su orientación social, corrigió.
-Siempre fui El Caballero Rojo.
Lo escucharon y el teléfono descompuesto derivó en lo que derivó. Ni más m menos que eso.
En tiempos de reconocimientos y revivals, allá por 1997, estuve cerca de Humberto porque cooperé en un intento por reconstruir la magia de Titanes en el Ring y me desvelaba qué hacer con El Caballero Rojo. Me parecía que era un personaje insoslayable pero tenía el prurito de cómo encararlo sin él, saber si era plausible la osadía. Primero busqué la opinión sobre este tópico de Rodolfo Di Sarli. Tras escuchar la definición del Maestro, que coincidía con el parecer de que era una atracción imprescindible, consulté a Baby sin disimulos y le planteé todas las contradicciones que me provocaba la idea. Pensé en voz alta y le sugerí su contratación corno entrenador de un supuesto hijo de El Caballero Rojo, escogido y formado por él, más su participación en el espectáculo con un traje especialmente diseñado y máscara de gala. Peinamos .detalles, me dio su punto de vista y juntos desistimos de introducido como hijo -no supe a ciencia cierta si le molestaba el mote por no haber tenido descendientes en sus matrimonios-o Sólo nos faltaba resolver si iba a aparecer en público y hablaríamos del nuevo Caballero Rojo o si él trabajaría en la formación, sin mostrarse, para darle al paradigma de la corrección perdurabilidad porque tras dos entrenamientos de la renovada troupe en el gimnasio de Ferro Carril Oeste, escogió a su sucesor y un posible suplente. Pacientemente le enseñó a Germán Padilla -hijo de uno de sus viejos rivales, El Mapuche- el abc, las nociones básicas de su creación y aunque éste era un luchador menudo, le gustaba más que Jorge Di Cicca, sugerido por terceros, un profesional con más experiencia al que respetaba pero que en algunas pruebas lo notó más cerca de la caricatura que de la recreación fidedigna de sus formas. La jornada del debut de Germán en televisión y para mi gran sorpresa, al ingresar al vestuario, observé al discípulo sin cambiarse mientras que a su lado, en uno de los bancos de camarines, Baby se había metido nuevamente en la piel de El Caballero. Fue uno de los momentos más desconcertantes que me hayan tocado atravesar. Baby tenía entonces 62 años, acarreaba una larga inactividad y su respirar se hacía tortuoso porque así como el héroe llevaba una vida sana, en el magnífico desdoblamiento, Reynoso era un fumador empedernido -no abandonó el vicio hasta sus últimas horas y lo doblegó finalmente una implacable enfermedad pulmonar-. Tras atenuar como pude el baldazo le pregunté qué había pasado.
-Mire -nunca nos tuteamos-, acá, los muchachos, me dijeron que tenía que luchar yo. No quería, no quiero saber mucho con esto, pero ellos me insistieron. ¿Usted qué dice?
Recorrí con mis ojos cada uno de los rincones del camarín y descubrí al par de veteranos combatientes que lo habían azuzado, que le dieron argumentaciones falaces para que retornara a la actividad sin preparación, desmejorado, con un aspecto que hubiera ridiculizado al personaje que tanto amaba. No fue una actitud de maldad hacia él ya que no sólo fue admirado por su capacidad sino que todos sus rivales adoraban su manera de ser. Era en realidad un ataque solapado a sus propias decadencias y a lo que auguraban próximo para ellos y la necesidad de perpetuarse aferrándose a cualquier cosa.
Tragué saliva, evalué morirme antes de tener que pasar por esa situación y ejecuté la decisión que jamás hubiera querido tomar. Con respeto, buscando cada una de las palabras, al borde de las lágrimas, lo ayudé a retirarse. La situación me deprimió mucho y en ese mismo instante me arrepentí de haberme asomado a la trastienda de mis devociones infantiles. Debíamos haber tomado como excluyente s aquellas máximas de Martín Karadagián: "Si no está Martín Karadagián, no es Titanes en el Ring" o "Titanes en el Ring se va a morir conmigo".
Alentó a Padilla en su primera presentación, le gustó lo que vio y lo expresó con dichos escuetos pero generosos -obviamente, la versión original seguía siendo insuperable- pero no apareció más. Pensé que había herido su orgullo. Asumí que había ofendido a mi Caballero Rojo. El me tranquilizó por teléfono desde San Pedro.
-Quédese tranquilo, amigo. Usted me trató muy bien y le agradezco todo lo que hizo por mí pero no puedo aceptar el ofrecimiento. Yo no sirvo para cobrar sin hacer nada. Si yo ya no lucho, siento que les estoy robando la plata. ¿A qué vaya ir? Ya le enseñé al pibe todo lo que tiene que saber, cómo voy a cobrar por eso. Usted quiere que me paguen para mirar lucha que es lo que más me gusta en la vida.
Para que no me quedaran dudas me obsequió la ropa original de El Leopardo y siguió teniendo gestos de afecto -a su manera- que se me hacen cuento de sólo pensar en las tardes en que me entretenía jugando a ser él con el muñequito del Jack como musa del ídolo.
"Abrazáme, hoy estás más linda que nunca". Le dijo Humberto a Adela de Jesús, su segunda mujer en la madrugada del 15 de junio de 2007, y cerró los ojos para siempre. Se fue solo, como un auténtico militante de la hombría y entregado fervorosamente a la noble misión del encantamiento, no arrastró a nadie en su partida. Mantuvo en pie a la leyenda. Se murió él, tan solo él, porque El Caballero Rojo es un mito de infancia y los héroes de verdad tienen la capacidad de ganarles a todos.
Mirá lo que te digo, vos ponés un ring ahora acá y te juro que El Caballero Rojo es capaz de poner de espaldas al paso del tiempo y a la muerte juntas.
Cuando lo tuve enfrente, máscara a cara, confirmé lo que no me costó indagar al auscultar el derrotero de diversas troupes de catch. Todas, sin distinción de jerarquías, así como nosotros portábamos su insignia, su monigote, su caramelera o su figurita, decían tener su Caballero Rojo y no tenían nada. Anunciaban sin decoro una aproximación distante y barata del paladín y aunque se engañaran y nos trataran de engañar la parodia no admitía complicidades. Comprábamos la entrada pero con el desarrollo del espectáculo no convalidábamos la estafa. Nadie podía ocupar su lugar y ninguno de cuantos atletas decidieran emulado, con atavíos mejor o peor logrados, conseguirían habitar el personaje.
Se cree en el universo ramplón del catch autóctono que los enmascarados, los tapados, son apenas un traje en un baúl y que cualquier luchador es capaz de ponérselo y encender la chispa. En el caso de El Caballero Rojo esta sentencia de los empresarios fue una quimera. Una probabilidad inviable porque la personalidad del intrépido y leal defensor de la razón era -lo sigue siendo- auténticamente única. Una creación sofisticada, elaborada movimiento a movimiento, por un hombre que jamás usufructuó su identidad civil y que conocía absolutamente todos los por qué que fundamentaban el funcionamiento de su genial criatura.
La invención de Humberto Reynoso, Baby -El Baby-, era absolutamente diferente a todas cuantas se hayan erigido sobre la lona de un ring. Exclusiva.
Y personal aunque las características del ser cotidiano nunca se apoderaran del justiciero. Una forma de obrar elegida deliberadamente, constituida de gestos, ademanes, andares, procederes, llaves y tomas propias.
Cuando lo tuve enfrente no quise otra cosa que estrechado en un abrazo para expresarle mi agradecimiento pero fui tímido -él no me intimidó- y no tuve ocasión de desmitificarlo puesto que El Caballero Rojo se encargó de escindirse y mantenerse vívido a un costado del noble artesano que nos hizo transitar los períodos más afables de buena parte de nuestra existencia.
De andar por San Pedro, su tierra natal y final, me reconfortaría llevarle flores a Humberto por todo lo que hizo por nosotros sin percibir la dimensión y por la prudencia de dejar al héroe al margen de las despedidas, de las lágrimas, sin sed de ceremonias de réquiem, absolutamente de pie, vigente e inmortal.
La diversidad no es una licencia literaria. El legendario Baby tenía en sus manos las secuelas de sus quehaceres como estibador portuario, desde la crudeza de su epidermis, a la crueldad de dedos rebanadas. El Caballero Rojo posee palmas y yemas de seda con las que maniobra vaporosamente a sus adversarios y es preciso y minucioso como el más laureado cirujano.
Humberto tenía la contextura y las costumbres de cualquier vecino, estirpe de obrero jubilado, simpleza. El Caballero Rojo dispone de una elegancia extrema, es etéreo, estilizado y singular.
Reynoso era austero en sus dichos y en sus aspavientos, algo cohibido, un rostro en la multitud. El Caballero Rojo impacta con su carisma, impone su halo misterioso, es expansivo, pronunciado en sus manierismos y jamás pasa desapercibido.
El punto vinculante obedece a los ingredientes de origen, aquellos rudimentos intrínsecos que fertilizaron a la persona y al personaje: dones como la bonhomía, la pasión, la integridad, el profesionalismo, la vocación y la caballerosidad.
Humberto Reynoso tuvo sus años beligerantes, supo ser pendenciero como una señal de rebeldía y en uno de esos arranques conoció al Martín Karadagián que aún no había descubierto la televisión y era un taquillero campeón-patrón bajo el tinglado del Luna Park. El Armenio ingresó al correo, lugar en el que Baby -ya mudado a Buenos Aires- se desempeñaba como cadete, acompañado por una cohorte de acólitos y el adolescente no pudo comprender un ideario y un comportamiento que años más tarde respetaría como mandamientos religiosos. Fiel a su fama de malo, Martín se comportó como un bravucón y aprovechándose de que había mucha gente en la cola, se hizo promoción instantánea arremetiendo contra empleados y curiosos.
-Yo salté para defender a mis compañeros y ahí me di cuenta que la lucha no era broma. Le pegué mil piñas y ni lo moví, era una mole pese a su baja estatura. Se dejó atacar, me sobró porque no le hice ni un rasguño y en un solo movimiento, me trabó el brazo, me inmovilizó y al querer zafarme me rompió un dedo. Mi viejo le inició juicio pero después la cosa quedó en la nada -me contó una vez la anécdota.
Más tarde, con la fortaleza que adquirió en el Puerto de Buenos Aires, coqueteó con el boxeo para canalizar aquella iracundia juvenil. Lo hizo principalmente en clubes de Barracas junto a Alberino Miguel Tomasoni -voluminoso y destacado animador también de Titanes en el Ring con representaciones como las del Balón Atómico y Sancho Panza-, un compañero de mil revolcones, con quien decidió transformarse en catcher al resplandor de las temporadas brillantes de la actividad en el Luna y en Babilonia, un estadio emplazado en la zona lindera a la Torre de los Ingleses, sobre Retiro. Allí fue Baby Roca en una clara alusión a Antonio Rocca, el luchador argentino del que llegaban noticias prestigiosas por su faena en los Estados Unidos, pero no trascendía. Su histrionismo a rostro lavado carecía de magnetismo y pese a que era notoriamente capaz de imponer artimañas como valor técnico descubrió cuánta expresividad podía sumar desempeñándose oculto. Como aquellos actores que manejan la máscara neutra, olvidarse de los mohínes le significó poner en práctica teatralidad en toda su anatomía y llamó la atención rápidamente cuando en 1960, en la prehistoria de Titanes, en la agonía del catch como expresión popular vinculada a los deportes profesionales, se sumó al grupo de Martín Karadagián. Encarnó a La Araña y la propuesta sedujo al Campeón del Mundo, quien pese a recordar el episodio del correo, lo contrató de buena gana ya que Reynoso era una alternativa en la selva de los mastodontes y una piedra preciosa en la idea de convertir ese producto en un espectáculo para televisar. Peleaba agazapado y desarrollaba toda su agilidad y reflejos, recurso que exhumaría años después para interpretar a El Leopardo, su doble rol en las épocas de bonanza económica como titán, con la cuidada consigna de luchar en un registro absolutamente dispar al de El Caballero.
De cómo inventó al héroe que a mi entender conducido con un criterio de marketing y otro vuelo podría haberse convertido en un Batman criollo -de hecho en las postrimerías del siglo pasado, Tony Torres, uno de sus fans manifiestos, desarrolló un interesante cómic inspirado en El Caballero- hay una narración romántica. No sé cuán verosímil pero es la que siempre mantuvo enhiesta el padre del enmascarado y no hay por qué contradecirlo. Se presentaba en Chile, en su etapa a rostro descubierto, cuando una herida cortante en el arco superciliar izquierdo lo dejó empapado en sangre. Al vedo librar la batalla con ese aspecto sin renunciar a su hidalguía una espectadora habría exclamado:
-¡Es un caballero! ¡Un caballero rojo!
Supongo que lo habrá influido Máscara Roja, un destacado catcher argentino de la primera mitad del siglo XX, quien también era aclamado con su verdadera identidad, Alfredo Legarreta. Lo cierto es que la ingeniería fue puntual y sigilosa. Para estrenarse en la caja de rayos catódicos Reynoso no sólo planteó un comportamiento sino que, además, diseñó un atuendo con detalles significativos. A la capucha bermellón le adjuntó un arabesco blanco estilizado en sus puntas con una distribución triangular con alguna reminiscencia de las que comenzaban a imponerse en México pero a la vez distintiva. Y desarrolló botas bicolores y al slip rojo -entonces era habitual que los luchadores llevaran el torso desnudo-lo complementó con capas, batas y camperas de raso, algunas rojas con vivos blancos y otras blancas con vivos rojos, absolutamente únicas. Humberto decidió el perfil que complementó con su esposa de entonces, Selva, una habilidosa modista que iría confeccionando los trajes y marcando la evolución progresiva de la estética Caballero -capacidad que le valió ser durante muchos años vestuarista de Titanes-. La vestimenta era un aspecto importante, pero sólo uno. Al impacto visual lo complementaría con la utilización que le daba a esos elementos. Por ejemplo llevaba una toalla roja al cuello que en pleno cuadrilátero, una vez recibidas las indicaciones del árbitro, despojaba con un golpe seco de manos hacia atrás, para que cayera en su rincón en manos de su segundo.
El trípode de su estilo amparaba otras dos cuestiones centrales. Primero sus actitudes satélite. Cómo progresaba hacia el ring: avanzaba casi en puntas de pie, solía darse impulsos moviendo sus brazos en redondo para templar sus músculos y articulaciones, la postura de sus manos, aun en combate, estaba caracterizada por utilizar sus pulgares despegados y hacia arriba, lo que lo colocaba en una actitud distinguida. Cómo accedía al cuadrilátero: llevaba una de sus piernas delante y de costado para acceder entre la segunda y tercera cuerda pero, abruptamente, en el instante de ejecutar la entrada, cambiaba el ángulo rítmicamente y hacía su entrada del mismo modo pero con la otra pierna y cambiando de dirección. Cómo se paraba en la lona: siempre en puntas de pie, atento al despegue, ligeramente perfilado, con uno de sus hombros en punta hacia el centro, guardia que mutaba permanentemente buscando su mejor ángulo para iniciar la confrontación.
El nudo, obviamente, era su filosofía como peleador. Su desempeño era muy limpio. No sólo porque acataba las reglamentaciones sino porque, además, todo su comportamiento era pulcro, sus tomas eran prístinas y lucía y hacía lucir a sus oponente s tanto fueran técnicos como rudos. Su arsenal estaba constituido por diversas peculiaridades, entre ellas su golpe de puños propulsado por una patadita al aire de su pierna derecha despegada del suelo, su tijera invertida tras utilizar el cuerpo del adversario para ponerse en vertical, su plasticidad de bailarín para administrar su peso y suspenderse liviano en el aire cuando resolvía ejecutar una patada voladora, sus registros a la hora de recibir los golpes valorizando a los oponente s con expresividad sin perder galanura, sus definiciones de combate en rana o en puente con una prolijidad y simetría de artista plástico. En su repertorio aquilataba el manual completo de todas las llaves y contrallaves habidas y por haber a las que realzaba por la manera en que entraba y salía de ellas. Eran un clásico, un deleite y una satisfacción para su persona las competiciones con Ulises El Griego -Pedro Bocos-, a quien conocía de memoria, ya que juntos tejían las coreografías más depuradas y eximias colocando al catch en el escalón del ballet. Por fortuna, uno de los pocos testimonios fílmicos que existen del esplendor de El Caballero Rojo, algunas escenas de la película Titanes en el Ring de Leo Fleider, permiten observar uno de estos desafíos.
La gran aparición mediática del enmascarado escarlata se produjo el 3 de marzo de 1962, en la primera emisión del ciclo de Karadagián, el estreno absoluto del programa en televisión. Confrontó con Luis Gonini en la cuarta lucha y la victoria despertó la admiración del público que ubicado en el mini estadio de Canal 9 se preguntaba por el enigma de su identidad. En esa década fue una figura trascendente de la troupe aunque en la confección de sus argumentos Martín nunca le posibilitó trepar al pelotón de los que disputaban el certamen. Brilló en una segunda línea, siendo aventajado en la tabla de posiciones por El Campeón del Mundo, El Indio Comanche, Mister Chile o Rubén Peucelle, respectivamente. Entonces MK era bribón, un malo acérrimo, un patán, pero no se descarta que algún rasgo ególatra haya contenido la explosión competitiva de quien por entonces, como la mayoría de los agonistas, no poseía música característica.
Su fama trascendió el medio local y como era habitual en esa era, en diversas circunstancias, emigró del plantel o aprovechó pequeños parates para desarrollar su trabajo en Perú, en Chile y en Brasil donde se convirtió en ídolo y aún se reprisa la leyenda de El Cabaleiro Vermelho. Especialmente en la región de Niteroi.
Estricto y dueño de una sola palabra, Reynoso siempre evitó las reyertas y cuando alguna actitud de la empresa le disgustó o se sintió disconforme por la remuneración -los sueldos nunca fueron cuantiosos, pero en etapas de mucha producción lograban una facturación interesante aunque no tenían participación en las ganancias extras, un foco de conflicto-, dio media vuelta y se fue abandonando Titanes. Se reintegró en 1972 a la empresa para ser bastión de la impactante temporada desarrollada en la pantalla de Canal 13. El hito histórico -por rating, festivales en clubes y dos Luna Park, merchandising, cine-lo encontró en plenitud y marcó su despedida. En noviembre de ese año se sumó a un grupo de luchadores que disconformes con los cachet decidieron la independencia. En el país no volvió a conocer el éxito ya que los diversos intentos independientes fracasaron pero se mantuvo vigente hasta bien entrados los '80.
Así como era intransigente con sus empleadores poderosos, era absolutamente permisivo y generoso con algunos de sus plagiarías. Jamás se le ocurrió patentar a su concepción como marca e hizo algunas concesiones por bonachón que indirectamente lo damnificaron. Ante mi preocupación por estos descuidos se encogió de hombros y pasó un poco por alto esas contingencias.
-¿Qué quiere que le haga? Que los muchachos se ganen su pan, yo vivo y dejo vivir, ¿sabe? O por lo menos, trato.
Muchos se adjudicaron y aún se adjudican haber sido El Caballero Rojo.
Están los luchadores que efectivamente lo representaron en algún espectáculo de menor repercusión, los distintos atletas que en las contadas ocasiones en que Titanes en el Ring volvió a recurrir al ídolo lucieron el traje (generalmente muy buenos profesionales, como René Tenembaum o Juan Carlos Torres. quienes siempre respetaron a Baby y nunca se apropiaron de la paternidad. ni hicieron declaraciones en ése u otro sentido), los ignotos que jamás treparon a un ring y se dan dique alimentando la especie, los que alguna vez mintieron piadosamente a sus hijos como parte de un juego (por caso, Alejandro Apo recuerda frecuentemente cómo su papá, quien le decía que era El Caballero Rojo, abandonaba la casa cuando se avecinaba la lucha, seguía las acciones en lo de un vecino, y retornaba al hogar un rato más tarde todo despeinado tras el combate contándole detalles fantásticos de lo que a Alejo y sus hermanos había conmovido a través de la tele). Esta pasión nacional por la usurpación de la identidad heroica consigna dos historias salientes.
Por un lado, la de un oficial de la policía militar, Miguel Pedernera, quien siempre tuvo el berretín de ser El Caballero y lo consumó durante décadas. Luchador de aptitudes regulares, serio y cumplidor como organizador de espectáculos de lucha, tácitamente se creyó su propia novela y vivió y se desempeñó como si el personaje fuera de él. Como era pagador y respetuoso con los otros profesionales, varios de los que trascendieron a rostro descubierto validaron su accionar formando parte de sus festivales. Incluso Baby, conocedor de su existencia, le permitió usufructuar su invento. Es más, hasta trabajó para él. En ocasiones como El Caballero Rojo y hasta en otros roles, lo que aunque no lo admitiera, le debe haber dolido en el alma y humillado pero tenía que comer y los luchadores nunca tuvieron en la Argentina resuelto su pasar.
-Le vaya confesar algo -murmuró una tarde cuando teníamos un poco más de confianza-o Yo no sólo trabajé para Miguel, quien conmigo siempre se portó muy bien, siempre fue un buen muchacho sino que en alguna ocasión, una o dos veces, no recuerdo bien, compartimos el show y él hizo de Caballero. Yo tenía también una ropa negra de cuando organicé mis espectáculos y para que el público no comparara, aunque no luché contra él, ésa fue de las pocas veces que trabajé de malo. Traté de hacerme el rudo. No creo que me haya salido bien.
Un árbitro que participó de esa velada me confirmó la anécdota y me confió que bajo la capucha negra lo notó lagrimear.
El problema más severo de esta doble vida de El Caballero Rojo fue la manera de entender al personaje. Mientras que Humberto fue cuidadoso al extremo para preservar el misterio. Su colega todo lo que pretendía era develar el enigma. Reynoso entraba a los canales y clubes solo, fuera del grupo, con las manos en los bolsillos, disimulando y le encargaba a otra persona que le llevara el bolso. Se presentaba con su máscara en reportajes y homenajes, a los que llegaba ataviado aunque viajara en taxi o medio público, y nunca permitió que vieran su rostro. Hasta reprimió instintos primarios, de esos que cuando vivía en los edificios frente al Luna le hubieran valido llegar a las manos ("Me he comido apretadas, provocaciones, por ejemplo en el puerto alguna que otra vez para no vender mi identidad. Pesados que se me venían a hacer los malos para ver si saltaba, si de verdad era El Caballero Rojo, si era luchador, porque un compañero cometió la infidencia de venderme. Y gané, tenía que comerme las ganas de darles, pero era tan convincente en mi supuesta cobardía que los tipos terminaban yéndose con una frase: 'Mirá que este tipo, con este físico, tan desgraciado, va a ser El Caballero Rojo'. Ahora me divierto de contárselo"). Pedernera, como contrapartida, gozaba que creyeran que era él, es todo lo que pretendía, ésa era su obsesión. Solía desenmascararse estratégicamente donde pudieran verlo o dejaba asomar de su bolso parte del atuendo.
Por el otro, la de Norberto Imbelloni. En los corri11os de la política y el sindicalismo se alimentó la fábula de que el dirigente peronista había sido El Caballero Rojo. Y hasta se pensó que en tiempos de persecuciones ideológicas se ocultó detrás del personaje y se ganó el mendrugo. Falso. La mendacidad no fue generada por el involucrado. Cierta vez, en la cárcel, le comentaron que había tenido una actitud de caballero y Beto Imbelloni, pícaro y para dejar en claro su orientación social, corrigió.
-Siempre fui El Caballero Rojo.
Lo escucharon y el teléfono descompuesto derivó en lo que derivó. Ni más m menos que eso.
En tiempos de reconocimientos y revivals, allá por 1997, estuve cerca de Humberto porque cooperé en un intento por reconstruir la magia de Titanes en el Ring y me desvelaba qué hacer con El Caballero Rojo. Me parecía que era un personaje insoslayable pero tenía el prurito de cómo encararlo sin él, saber si era plausible la osadía. Primero busqué la opinión sobre este tópico de Rodolfo Di Sarli. Tras escuchar la definición del Maestro, que coincidía con el parecer de que era una atracción imprescindible, consulté a Baby sin disimulos y le planteé todas las contradicciones que me provocaba la idea. Pensé en voz alta y le sugerí su contratación corno entrenador de un supuesto hijo de El Caballero Rojo, escogido y formado por él, más su participación en el espectáculo con un traje especialmente diseñado y máscara de gala. Peinamos .detalles, me dio su punto de vista y juntos desistimos de introducido como hijo -no supe a ciencia cierta si le molestaba el mote por no haber tenido descendientes en sus matrimonios-o Sólo nos faltaba resolver si iba a aparecer en público y hablaríamos del nuevo Caballero Rojo o si él trabajaría en la formación, sin mostrarse, para darle al paradigma de la corrección perdurabilidad porque tras dos entrenamientos de la renovada troupe en el gimnasio de Ferro Carril Oeste, escogió a su sucesor y un posible suplente. Pacientemente le enseñó a Germán Padilla -hijo de uno de sus viejos rivales, El Mapuche- el abc, las nociones básicas de su creación y aunque éste era un luchador menudo, le gustaba más que Jorge Di Cicca, sugerido por terceros, un profesional con más experiencia al que respetaba pero que en algunas pruebas lo notó más cerca de la caricatura que de la recreación fidedigna de sus formas. La jornada del debut de Germán en televisión y para mi gran sorpresa, al ingresar al vestuario, observé al discípulo sin cambiarse mientras que a su lado, en uno de los bancos de camarines, Baby se había metido nuevamente en la piel de El Caballero. Fue uno de los momentos más desconcertantes que me hayan tocado atravesar. Baby tenía entonces 62 años, acarreaba una larga inactividad y su respirar se hacía tortuoso porque así como el héroe llevaba una vida sana, en el magnífico desdoblamiento, Reynoso era un fumador empedernido -no abandonó el vicio hasta sus últimas horas y lo doblegó finalmente una implacable enfermedad pulmonar-. Tras atenuar como pude el baldazo le pregunté qué había pasado.
-Mire -nunca nos tuteamos-, acá, los muchachos, me dijeron que tenía que luchar yo. No quería, no quiero saber mucho con esto, pero ellos me insistieron. ¿Usted qué dice?
Recorrí con mis ojos cada uno de los rincones del camarín y descubrí al par de veteranos combatientes que lo habían azuzado, que le dieron argumentaciones falaces para que retornara a la actividad sin preparación, desmejorado, con un aspecto que hubiera ridiculizado al personaje que tanto amaba. No fue una actitud de maldad hacia él ya que no sólo fue admirado por su capacidad sino que todos sus rivales adoraban su manera de ser. Era en realidad un ataque solapado a sus propias decadencias y a lo que auguraban próximo para ellos y la necesidad de perpetuarse aferrándose a cualquier cosa.
Tragué saliva, evalué morirme antes de tener que pasar por esa situación y ejecuté la decisión que jamás hubiera querido tomar. Con respeto, buscando cada una de las palabras, al borde de las lágrimas, lo ayudé a retirarse. La situación me deprimió mucho y en ese mismo instante me arrepentí de haberme asomado a la trastienda de mis devociones infantiles. Debíamos haber tomado como excluyente s aquellas máximas de Martín Karadagián: "Si no está Martín Karadagián, no es Titanes en el Ring" o "Titanes en el Ring se va a morir conmigo".
Alentó a Padilla en su primera presentación, le gustó lo que vio y lo expresó con dichos escuetos pero generosos -obviamente, la versión original seguía siendo insuperable- pero no apareció más. Pensé que había herido su orgullo. Asumí que había ofendido a mi Caballero Rojo. El me tranquilizó por teléfono desde San Pedro.
-Quédese tranquilo, amigo. Usted me trató muy bien y le agradezco todo lo que hizo por mí pero no puedo aceptar el ofrecimiento. Yo no sirvo para cobrar sin hacer nada. Si yo ya no lucho, siento que les estoy robando la plata. ¿A qué vaya ir? Ya le enseñé al pibe todo lo que tiene que saber, cómo voy a cobrar por eso. Usted quiere que me paguen para mirar lucha que es lo que más me gusta en la vida.
Para que no me quedaran dudas me obsequió la ropa original de El Leopardo y siguió teniendo gestos de afecto -a su manera- que se me hacen cuento de sólo pensar en las tardes en que me entretenía jugando a ser él con el muñequito del Jack como musa del ídolo.
"Abrazáme, hoy estás más linda que nunca". Le dijo Humberto a Adela de Jesús, su segunda mujer en la madrugada del 15 de junio de 2007, y cerró los ojos para siempre. Se fue solo, como un auténtico militante de la hombría y entregado fervorosamente a la noble misión del encantamiento, no arrastró a nadie en su partida. Mantuvo en pie a la leyenda. Se murió él, tan solo él, porque El Caballero Rojo es un mito de infancia y los héroes de verdad tienen la capacidad de ganarles a todos.
Mirá lo que te digo, vos ponés un ring ahora acá y te juro que El Caballero Rojo es capaz de poner de espaldas al paso del tiempo y a la muerte juntas.
Gracias, Don Dao y Don Roncoli, por traerme de vuelta a uno de los dos mayores héroes de mi infancia (el otro es Batman), y en un texto que, de no ser cierto, debería serlo.
ResponderBorrarSalu2
ROCKER
Miguel, muchas gracias por la deferencia de tener en cuenta este humilde texto y, un fuerte abrazo para Rocker por la complicidad.
ResponderBorrarestoy con lagrima en los hojos ,el CABALLERO ROJO fue gran parte de mi infancia ,la parte feliz con su ejemplo me hizo mejor persona ,lo vi cuando vinieron a mi tierra CATAMARCA 2 veces hoy tengo 47 años canto en un grupo de folklore de mi ciudad ¨¨catamarca tres¨¨gane un disco de oro y mucho se lo debo a los ejemplos de mi idolo de siempre EL GRAN CABALLERO ROJO ,GRACIAS MAESTRO
ResponderBorrar¡Hermoso cuento! Tengo 32 años y guardo imágenes imborrables del Caballero, sobre todo en ese Titanes del 97 donde era la figura fuerte, ante la ausencia de Martín. Inclusive guardo la anécdota de cuando fuimos con mi hermano a verlos en Ferro y - siendo que ya éramos adolescentes- no me voy a olvidar la cara del hombre de la boletería cuando le dijimos: "dos mayores". Pero para seeguir a Titanes también había que ejercer el heroísmo, así que entramos igual y vimos uno de los mas lindos showns de nuestras vidas.
ResponderBorrarAbrazo a Don Dao y a Daniel!!
Diego. (diego_periodista@yahoo.com.ar)
Excelente cuento REAL, lo conoci al Baby cuando yo tenia 14 años, año 72, el fue quien me enseño todas las tecnicas de lucha y me hizo el gran honor de permitirme interpretar el personaje de El Leopardo desde los 18 hasta los 22 años, fue, ES, un verdadero CABALLERO, excelente luchador y mejor ser humano. Es mi deseo que nos contactemos para compartir charlas y anecdotas. Un abrazo
ResponderBorrarRICARDO
Muchas gracias a todos los fanáticos de El Caballero Rojo que han compartido su emoción en este blog. Ricardo, si querés, ubicame en roncoli@hotmail.com y cambiamos figuritas.
ResponderBorrarRealmente estoy muy emocionado al conocer algo mas de la viva del baby, lo que te queria decir es que tengo un video de youtube donde baby vuelve a titanes en el 97, pelea con el huicho juarez, esto es asi?
ResponderBorrarWalter, consultado Daniel, que es el erudito en la materia, contesta: "como el relato expresa y lo dice, tuve la difícil misión de mensurar el retiro de Baby Reynoso del ring. Por una insistencia de alguno de sus compañeros más longevos cuando estaba todo acordado para que él entrenara nuevos luchadores, decidió probarse para ver cómo se sentía pese a que no había entrenado para la ocasión y llevaba diez años de inactividad concreta. Fue una lucha corta, dada su poca capacidad aeróbica, donde pudo destacarse brevemente por su calidad innata y el trabajo generoso del Negro Velázquez, un base con oficio, siempre dispuesto a que las figuras pudiesen destacarse. Pero se sintió muy mal, muy ahogado, terminó muy dolorido y me confesó que le parecía una locura intentar ponerse en forma, que sería mejor como habíamos hablado que ocupara un rol como entrenador con apariciones en el show con traje y máscara de gala en la esquina de un nuevo Caballero. Cosa que, finalmente, tampoco se concretó como detallo profusamente en el relato. Gracias por tus palabras y por tu emoción".
ResponderBorrarMiguel en primer lugar te agradesco la deferencia de haberme contestado y de tomarte la molestia de consultar con daniel quien es el autor del relato, cuando lei la parte donde daniel lo invita a retirarse sin darle la oportunidad de tener su ultima lucha y de decidir cuando retirarse a pesar de sus 62 años me senti muy mal, pero menos mal que alguien subio el video donde lo muestra a Caballero Rojo en todo su explendor y toda su magia a pesar de sus años.Realmente ahora si que me quedo tranquilo porque fue Baby quien decidio ponerle fin a su querido Caballero y asi cerrar su historia con su ultima lucha y su ultimo triunfo como dios manda. Gracias Baby siempre te recordare.
ResponderBorrarLo ayudé a retirarse dice daniel en su relato,por que mentis si como te dijo walter daniel esta el video de que fue el que peleo y no padilla. Una verguenza lo tuyo.
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