Me resistí mucho tiempo a la idea de escribir mis "memorias" teatrales. Hasta que fui encontrando el camino: no reseñar la etapa "profesional", "prestigiosa", como se acostumbra, sino por el contrario remontarme a mis actuaciones más bárbaras, intuitivas, elementales, amateurs. Inclusive cuando ni siquiera tenía idea de qué iba esto que continuaría haciendo toda la vida.
La educación sentimental, lo iniciático, la epifanía.
Ya en el arranque, en el olvido del minué en el Coliseo, y lo vívido del recuerdo de "Súperman contra los leones", en el patio del jardín de infantes, más allá incluso de mis intenciones, está presente ese propósito.
Al igual que entonces, todavía hoy sigo eligiendo a qué escenario me voy a subir. Quizá ahí esté la clave de todo...
Continúo.
Mi padre, periódicamente, a lo largo de su existencia, tuvo graves problemas de salud, y fue atendido por especialistas de las más variadas ramas de la medicina. Sin embargo, nunca abandono su clínico de cabecera: el doctor Amadeo. Título y apellido que en casa se pronunciaba con mucho respeto. "Acá en Zárate ya me habían desahuciado, el que me salvó la vida porque me mandó a internar de urgencia a Buenos Aires, fue el doctor Amadeo", solía repetir mi padre, respecto a una de las tantas batallas épicas que libró contra la Muerte.
De pibe, para un cumpleaños, alguien me regaló un par de títeres. Uno de ellos, le causó gracia a mi viejo por el parecido con el doctor Amadeo. En un rapto infrecuente de humor, bautizó al títere como "el Ciego Amadeo", que así se lo llamaba cariñosa y popularmente al galeno por su miopía. Sin embargo, mi padre se permitía ese atrevimiento por primera vez.
Quizá se tratase de mi cumpleaños número diez, cuando faltaban apenas unos meses para aparecer mencionado en el diario "El Debate" de Zárate, con iniciales y apellido, como el niño de cuarto grado que recitó la poesía "Ruinas de Yapeyú", después del discurso de la directora de la Escuela N° 1 "Gral. José de San Martín", en el homenaje que se le rindiera al Libertador el 17 de agosto de 1967, en dicho establecimiento educativo.
Consta en el recorte de mi cuaderno Rivadavia que la señora directora era Inés Baroni de Lotti. Y agrego yo: Lotti, su esposo, el dueño del cine América. Los esfuerzos por la noble tarea de educar a la niñez zarateña eran mancomunados. Por ejemplo, en ocasión del estreno de "El santo de la espada" en dicha sala, todo el colegio N° 1 concurrió a verla en horario especial. Si bien no gratuitamente, a un precio reducido.
Cuando llegamos al cine, un compañero despistado advierte que había que traer la plata para la entrada, y él no tenía un peso. Andá a saber de dónde manejaba yo el dato de la sociedad conyugal y cómo fue que identifiqué en el hall de entrada al señor Lotti. La cuestión es que lo encaré, le expuse el problema del otro pibito, y le pedí que lo dejara entrar, garantizándole con mi palabra que al día siguiente le iba a mandar la plata con la esposa de él, la directora del colegio. El tipo me miró raro, hasta feo diría, pero logré mi solidario objetivo.
Esa caradurez innata hacía que fuese número puesto para recitar en los actos escolares. Y mi voz potente, claro.
Y por último, quizá lo único que pueda calificarse de mérito propio: la capacidad temprana para leer de corrido y sin furcios. Todavía hoy me jacto de poder descifrar a primera vista los sentidos de un texto complejo, al tiempo que lo leo en voz alta.
La profesora de música de "la 1" (me surgen ahora dos apellidos zarateños notables: Hotton –la prosapia evangélica que llegó de Australia y degeneró en la famosa diputada ultraderechista- y Güerci –la dinastía del caudillo conservador-, pero es posible que Beatriz Hotton de Güerci haya sido en realidad profesora de música del secundario, víctima de varias tropelías mías, lo cual ya es otra historia, sigo...) capitaneaba una academia privada de Piano y Declamación e intercedió ante mis padres para que me enviaran a estudiar con ella en privado. Como se verá, quien más quien menos en aquella insigne escuela primaria de Zárate (la del centro, justo enfrente de la plaza principal), atendía un kiosquito aparte. Mis padres, pobres, si bien hubiesen querido honrar tan excelsa invitación a su hijo, no tenían un mango partido al medio, la verdad sea dicha. Graciadió y amén.
La cuestión es que muy poco recuerdo –al igual que la función del Coliseo en que bailé el minué- de esos actos escolares en los que "tomaba parte" con éxito. Sí, en cambio, tengo presente una frustración. Yo era bueno en el recitado pero un perro cantando. Eso se convertía en un problema para el coro, porque mi voz potente y desafinada se imponía sobre las demás, rompiendo toda armonía. De modo que siempre me terminaban bajando del escenario. Para mi beneplácito. Aparte de la falta de oído, me molestaba bastante tener que seguir una métrica. Quizá hasta exagerase mi poca aptitud para el canto con el propósito de lograr la expulsión.
En una clase de música, en vísperas de otro acto escolar, la profesora, que no se resignaba a prescindir de mi voz, tuvo una idea "creativa": me mandó a la última fila del coro, rogándome encarecidamente que hiciese la mímica de la letra de "El arriero va", pero que no emitiese sonido alguno. Y que ni bien estuvieran ejecutándose los últimos acordes, entonces sí... que irrumpiera con el grito gauchesco de "trooopa, trooopa". No calculó los aplausos anticipados, que me taparon por completo. Por primera vez, mi vozarrón era derrotado.
En cambio, con los títeres, logré un triunfo rotundo. Otro pibe vecino también tenía muñecos y le propuse unirnos y armar compañía. Con unas sábanas, en el patio de la casa de él, improvisamos un retablo, pusimos sillas y bancos, invitamos a los amigos del barrio y representamos una obra de mi autoría. Hasta creo que cobramos entrada.
Por supuesto, el Ciego Amadeo formó parte del elenco y siguiendo la irreverencia de mi viejo, hacía de chicato que se chocaba con todo.
En la feria del Parque Saavedra de La Plata, en el 2014, o sea 47 años después, me reencontré con él.
Desde entonces, luce en sitial destacado entre mi colección de títeres antiguos.
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