La unidad anterior culmina con una nueva huída de Paco-Pum, que lleva al encuentro con la tribu del cacique Rompe-Huesos y la alianza con éste para apoderarse de Villa Leoncia, eje temático de lo que prosigue. Capturan a Pi-Pío y lo someten a una tortura más cruenta que las que fue víctima el bandido: freírlo en una enorme sartén (o en cocción mixta con spiedo, de acuerdo a lo que sugiere la imagen).

Hay un matiz paradójico, sin embargo. La índole del bárbaro sacrificio, dispuesto por bárbaros, respeta la condición de pollo, recuperada ahora –aún en circunstancias extremas- por el sheriff, mientras que a Paco-Pum se le negaba status humano. Dicha carencia se vuelve a poner de manifiesto en esta instancia, ya que el regocijo y la falta de culpa del villano son contrastados con la sorpresiva compasión que presenta uno de sus secuaces. Se trata de Toto, el tardío integrante de la banda, y por eso –posiblemente- menos contaminado por la maldad extrema del jefe. En cambio, Pepe el Largo colabora avivando el fuego y condimentando al pollito. Y los demás, son indios. O sea seres a los que la conquista negaba la posesión de un alma. Así, la alianza resulta por demás congruente.

Una vez más Ovidio acude en socorro de su jinete-pollo. Vuelto a Villa Leoncia, Pi-Pío informa al pueblo sobre el inminente ataque del malón. Los vecinos distinguidos aportan opiniones sobre las medidas a adoptar, según sus respectivas ocupaciones e intereses, pero es la propuesta de Calculín la que una vez más resulta aclamada: el “generoso” ofrecimiento de un empréstito de guerra. Acto seguido, el sheriff (ya explícitamente mencionado como
“máxima autoridad” del pueblo) declara el estado de guerra. Insólito: la iniciativa privada precede la decisión del estado, y financia a los ciudadanos la compra de los armamentos que aquél debería proveer. Los lectores de las Aventuras de Pi-Pío de aquella época, poco se habrán asombrado de las atrocidades que sobrevinieron a la década peronista.

Consonante con los desaguisados ideológicos, la imaginería gráfica de Ferré se torna desbocada. Son incontables los detalles delirantes que aparecen aquí y allá. Baste decir que en el exacto centro de un nuevo cuadro gigante, el de la preparación del malón, planta a Don Quijote de la Mancha con taparrabos, junto a un indio que representa a Sancho Panza.

La primera embestida de la indiada es resistida con heroicidad por los habitantes de Villa Leoncia. La conducta ejemplar de Ovidio en el combate, es premiada por Calculín y Pi-Pío –en renovada muestra de poder omnímodo- ascendiéndolo a Sargento Mayor.

Pero aquí se presenta una vuelta de tuerca magistral: Paco-Pum vuela el dique del pueblo, inundándolo.
Llegados a este punto, nos hallamos en condiciones tanto de repasar sus fechorías, como de justificar, más allá de lo temático, la división que se ha planteado. En la primera sub-unidad los delitos son: intento de forzar la renuncia del sheriff, rapto y consecuente extorsión, hurto de ganado. Actos repudiables, sin duda, pero que no escapan a los que podría ejercer cualquier malhechor. En la segunda, Paco-Pum y sus secuaces no sólo asaltan un banco, sino que con dicha acción atacan un símbolo de orden y progreso, como hemos visto. En la tercera, la alianza con los indios ya implica una oposición abierta entre civilización y barbarie. Pero es con la inundación de Villa Leoncia que el bandido trasciende definitivamente esa categoría para convertirse en amenaza pública. Es decir, en subversivo. Lo que amerita, una vez vencido, un castigo mayor: el destierro.

Quien lo impone –en un “juicio de guerra” y descartando de antemano cualquier otra opinión de los integrantes del jurado- es, por supuesto, Pi-Pío. Quizá hubiera cuadrado mejor que lo aplicara el recientemente ascendido equino. Su nombre, al menos, generaría algún nexo como para traer a colación una pena proveniente del antiquísimo Derecho Romano, y que el mismo poeta sufrió por orden del emperador Octavio Augusto.
Demás está decir que la estatura alcanzada por el enemigo –estricta metáfora, en este caso-, engrandece la figura del héroe y “justifica” sus métodos.
Uno sospecha que si Ferré no mandó a Paco-Pum al garrote vil, es porque pensaba seguir utilizándolo como personaje.
Todo lo cual no quita que este último tramo argumental se convierta en el momento más interesante y singular alcanzado por la serie desde su inicio. Por el contrario, como he apuntado, los elementos fascistoides implícitos en Aventuras de Pi-Pío, hacen que la acción se interne en terrenos épicos.
Para evaluar la magnitud de este giro, debe considerarse que la historieta cómica, por su misma índole, pocas veces ha intentado –y logrado- una épica, aún dentro de lo paródico. Podrían mencionarse –siempre remitiéndonos a lo nacional- algún episodio de Patoruzú, por Quinterno (pienso en “El Gran Duque de la Mancha”, por ejemplo), los proyectos delirantes de dominar el mundo de Agustín, en el Don Pascual, de Battagia, los viajes a países exóticos del Langostino, de Ferro. Pero ninguno de los autores citados puso de héroe a un pollito, lo que ubica a la creación de Ferré en un lugar privilegiado, en este aspecto. Lograr verosimilitud interna, después de instalar y naturalizar un código, en el hecho que un sheriff-pollo lidere la resistencia de un pueblo ante las hordas invasoras, roza la genialidad.
Otra particularidad es que, en las vicisitudes de la gesta, no se observa el menor rasgo de solemnidad, lo que de ningún modo resta grandeza a la misma. Es que si Ferré hubiese suspendido por un momento el delirio que venía imponiendo para ponerse serio –tentación frecuente en otros, y en el mismo Ferré posterior a Pi-Pío-, los resultados no habrían sido los mismos. La sabiduría narrativa del autor, la absoluta confianza en el lenguaje creado, hacen que redoble la apuesta, multiplicando extravagancias y disloques cómicos.

Todo vale: el rescate de la vaca
“Pipiovidia” en tareas de inteligencia, un ejército de perros y gatos al que cuesta dominar, Paco-Pum encabezando la invasión desde un carrito de bebé, el sheriff-pollo donando sangre a un humano.
Después de la inundación, cuando las aguas bajan y el malón entra en Villa Leoncia, los vecinos se refugian en su máximo baluarte, el banco. Los indios se disponen a sitiarlo, pero a consecuencia de haber destruido el dique, paradójicamente comienzan a sufrir de sed. Los sitiados, en cambio, gracias a las previsiones

arquitectónicas de Calculín, tienen reservas para meses. Paco-Pum va a mendigarles un vaso de agua, pero el sheriff exige como paso previo la rendición. Al dar cuenta de la situación a sus huestes, el bandido rompe en llanto. Los indios aprovechan para beber sus lágrimas. Antológico.
El agua vuelve a jugar sobre el final, pero congelada. Paco-Pum, Pepe el Largo y Toto marchan al destierro en Groenlandia por vía marítima en un enorme témpano. Fueron encerrados allí mediante un procedimiento ideado por Calculín, en base a hielo seco y ventiladores. O sea, una última tortura adicional para los desterrados.

Para suavizar tanta crueldad, desde el puerto, los despide la banda de música de Villa Leoncia con un tango de Gardel.
Definitivamente, Ferré no se privaba de nada.